1. Comenzamos...



Soy nadie.

Ni quiero, ni os gustaría conocerme. De eso podéis estar totalmente seguros... Aun así os contaré la historia de mi vida.

Según muchas teorías casposas, cada ser humano está predestinado a ocupar su lugar dentro de la sociedad. Yo elegí saltarme ese paso... Elegí no ser nada.

Empezaré por el principio, digamos... Un feo día de octubre. Mamá deseaba parirme, lo necesitaba casi tanto como su dosis diaria de metadona pagada por los servicios sociales.

La verdad es que no tengo muchos recuerdos de ella, lo último que escuché decirle antes de que aquellos amables policías la esposaran, fue que no me había parido, que me cagó en un descuido. Nunca se lo tomé a mal, sé que en el fondo ella me amaba, pero la prostitución y el crack no le dejaban tiempo para cuidar de un estorbo como yo.

De papá solo sé por oídas, que murió joven. Según mamá lo atropelló un tren cuando iba trompa, pero siempre me gustó más la versión de la abuela Gladis. Según ella, Dios todopoderoso lo empujó hacia el cielo, en trozos pequeñitos, para que los ángeles aburridos tuvieran en qué entretenerse. La verdad es que nunca lo conocí, pero sí es cierto que aquel tren lo arrolló, me hubiese gustado guardar un trocito de él. ¿Qué queréis?, ¡¡era mi padre!! Y si en mi congelador hay sitio para carne caducada desde 1999, no dudéis que también habría un hueco para mi progenitor.

2. La abuela Gladis



Desde el día en que mamá se fugó con aquel vendedor de ambientadores, y a la vista que los cachitos de papá no podrían cuidarme, la abuela Gladis fue la encarga de mi "mantenimiento y educación".

Creo que si queréis saber un poco más sobre mi vida, antes debéis conocer un poco mejor a Gladis.

Según contaba, cuando era moza, los jóvenes del pueblo se la rifaban. Era una jovenzuela morena, de muy buen ver y trabajadora como ninguna. Yo no puedo corroborarlo, pues desde que la conozco es una vieja gorda, jorobada y adicta a la ginebra. Pero aun así la quiero y haría cualquier cosa por agradarla.

Como ella bien sabe, jamás me importó saltarme las clases para ir a comprarle tabaco al "Bar del Cojo", cortarle las uñas de los pies cuando su tamaño se acercaba al de un mejillón tigre o limpiar sus vómitos de la moqueta cuando la cogorza de varios días seguidos le ganaba el pulso.

Como muy bien dice el dicho, la familia es lo primero.

Aunque por circunstancias de la vida, me cansé de aquel antro infecto y decidí largarme. Creo que aquello no le sentó muy bien...

3. Emancipación


Después de algunos años de convivencia en casa de la abuela, mi instinto de supervivencia y yo decidimos que había llegado el momento de volar del nido.

El día que se lo comenté, la vieja pilló un rebote de manual y me dijo una frase que jamás olvidaré:

"Hijo mío, hay gente que cobra por adelantado, sin embargo, tú cobras por retrasado".

Así descubrí que llevaba años recibiendo del estado, una pequeña remuneración mensual.

Roja de ira y sudando cual cerda en celo, me tiró una roída cartilla de ahorros (saqueada por ella durante largo tiempo para costearse alcohol, tabaco y televisión por cable) a la cabeza y me escupió a bocajarro. Suerte que ya eran las 9:00 de la mañana y estaba cocida de ginebra, así que su proyectil no dio en el blanco.

Salí de casa después de aquel espectáculo mañanero, sin tener muy claro destino y dirección de mi nueva vida.

Al torcer la esquina, en mitad del carril de tierra, las moscas se daban un tremendo festín con la tripas de lo que unas horas antes había sido un lindo cachorrito. Inmediatamente a mi cabeza llegó el recuerdo del pequeño Tufi, mi fiel perrito de la niñez.

Llegados a este punto me veo en el deber de hablaros de Tufi antes de continuar con mi historia, así que vamos allá.

4. El pequeño Tufi



Qué decir de este bello ser.

Era el mejor compañero que jamás he tenido y lo más parecido a una figura paterna después de la abuela Gladis. Se podría decir que fue casi como un hermano pequeño. Fiel, cariñoso y estúpido a partes iguales.

En su corta vida (poco más un año) fue atropellado más de quince veces. Trenes de mercancías, un camión hormigonera, bicicletas, carritos de la compra, dos tranvías, varias furgonetas de reparto e incluso la silla de ruedas del vecino de enfrente.

Este último accidente fue el causante de su muerte. Os preguntaréis cómo una silla de ruedas pudo matarle y sin embargo haber sobrevivido a diversos accidentes con todo tipo de medios de transporte y maquinaria pesada. Pues bien, la respuesta es bien sencilla. La silla de ruedas sólo fue el desencadenante de la tragedia, lo que realmente acabó con él fueron las enormes nalgas del tullido de mi vecino dejándole sin respiración al caer encima de su pequeño cuerpecillo.

Ahogado por un enorme y grasiento culo...

Estaba destinado a una muerte trágica, imantado a la desgracia... Era el mal fario en forma de perro.

No quiero volver a llorar al pensar en él, pues imagino que estará en un lugar mejor. Seguro que en el cielo junto a ángeles celestiales, querubines y alguno de los cachitos de papá.

5. Comienza el camino



Salí del pueblo por la carretera comarcal. Andaba con una pequeña mochila a la espalda y uno de mis pulgares apuntando al cielo.

Siempre quise hacer autostop, para mí era algo bohemio, interesante, rompedor... Pero poco a poco me fui dando cuenta de que era un coñazo de cojones.

Compartí vehículo unos 70 km con un camionero ruso y 54 cerdos (éstos iban detrás, no en la cabina). No fue una buena experiencia, puesto que Dimitri no sabía ni una palabra de español y yo, lo más ruso que había visto en mi vida era la ensaladilla del "Bar del Cojo". El olor de nuestros porcinos compañeros de viaje y la conducción agresiva del camionero soviético me hicieron vomitar hasta mi primera leche materna. Así que acordamos sin palabras, que me apearía en la gasolinera más cercana.

Me despedí de Dimitri y todo el comité porcino y entré en la gasolinera.

Con suerte en la cafetería encontraría a un buen samaritano dispuesto a llevarme a algún lugar, pero... ¿A dónde?