16. Amordazado



Me desperté aturdido y noté que estaba atado de pies y manos a una silla, con los ojos vendados y un tremendo dolor de cabeza. Notaba el cuerpo dolorido por la caída y no sabía cuánto tiempo había estado inconsciente.

Olía a cuadra o pocilga... El ambiente estaba sobrecargado y podía oír animales de granja a mi alrededor. Cagado de miedo escuché cómo unos pasos se acercaban justo antes de recibir una colleja a mano abierta que sonó de tal manera, que todos los animalejos cercanos guardaron silencio.

Mi agresor fumaba tabaco negro y me escupía el humo a la cara mientras daba vueltas en círculo examinándome.

Finalmente después de carraspear varias veces y escupir un moco al suelo empezó a decirme que si no me daba vergüenza, que sus cabras eran como sus hijas y que yo era un degenerado. Yo lloriqueaba y repetía que no sabía de qué me hablaba, pero no parecía que le importara.

Amenazó con usarme de comida para sus cochinos, lo que hizo que finalmente rompiese a llorar.

Al verme lloriquear como un bebé, mi torturador dijo algo que me reveló el motivo que me había llevado a estar en esa situación. Dijo algo como:

- Ahora lloras, pero las noshes que escushaba como te tirabas a mis cabricas, ¡bien que has disfrutao!

Ahí me di cuenta de que aquel tipo se había confundido de persona. Me había tomado por un zoofílico violador de ganado.

En un momento de desesperación, después de repetir mil veces que yo no tenía nada que ver con aquella historia, una verdad incómoda salió en forma de alarido de lo más profundo de mi ser...

17. Virginidad



- ¡¡ Soy virgeeeeeeeeeeeeeen!! - grité hasta quedarme sin voz.

Hubo un largo silencio hasta que mi captor dijo en voz baja muy cerquita de mi oído:

- Eso lo vamo a comprobá ahora mismico campeón, y si se ta ocurrió engañame la acabas de cagá, porque con tus huevos morenos me ví hacé unas castañuelas.

Me desató de la silla sin retirar el vendaje de mis ojos y me dijo que le enseñara "la churra", mientras abría una navaja (aunque todavía tenía los ojos vendados pude escuchar ese "clack" tan característico que hacen esos instrumentos al abrirse).

Bajé la cremallera del pantalón y obedecí sin ni siquiera sonrojarme. Pasados unos treinta segundos me arrancaron el pañuelo que no me dejaba ver.

Deslumbrado tras tantas horas de oscuridad no alcanzaba a distinguir lo que había a mi alrededor ni dónde me encontraba, hasta que poco a poco fui recuperando el sentido de la vista.

Y le vi allí, plantado frente a mí como un pasmarote con cara de preocupación e intentando pedirme disculpas con la mirada, mientras tiraba al suelo una enorme navaja que no tenía nada que envidiarle a Tizona (que para los menos leídos, diré que es la espada de El Cid Campeador).

Tartamudeando mientras miraba al suelo me dijo en voz baja:

- Lo siento compare, pos va a sé que mesquibocao...

Y mientras me desataba con mucho cuidado me dijo en voz baja:

- Soy Güarmigué (Juan Miguel), pero pués llamame Güarmi. Pa servirle en lo que laga farta caballero.

18. Güarmigué



Quizás algunos de vosotros os preguntaréis cómo con tan sólo unos segundos de visionado sobre mis partes íntimas Güarmi pudo constatar que no le mentía y mi "churrita" jamás había sido usada para procrear o simplemente para obtener placer sexual.

Pues bien, todo tiene una explicación.

Güarmigué era un hombre de campo, nacido y criado en algún punto de la Andalucía más profunda. Acostumbrado a la huerta y el ganado, trabajar con bestias era su vida. Fue el mamporrero más famoso de la comarca durante más de treinta años, lo que le hizo convertirse en todo un erudito en el mundillo de los falos.

Había manejado penes de asnos, mulos, caballos de carreras... Los había guiado en el acto sexual asegurando que la cópula se realizaría con éxito en miles de ocasiones. Años dedicados al arte del "mamporreo" habían hecho que pudiera reconocer a simple vista el miembro de un primerizo o el de todo un semental.

Y aunque yo no sea ningún mulo, conmigo acertó de lleno. Me contó que el "cimbrel" de un burro y el de un humano no es tan diferente... Si no fuera por el tamaño y algún que otro detalle.

Después de su charla-coloquio sobre penes de todo tipo de cuadrúpedos, me pidió unas quince veces perdón por haberme asustado y tratado de aquella manera. Me explicó que andaba suelto un gañán que abusaba de sus cabritas en cuanto tenía ocasión, y que el día que lo "enganchara" le daría un palizón que iba a mear sangre.

Salimos de su granja y nos sentamos bajo un gran nogal, yo insistía en irme pero el insistía en invitarme a comer. Después de un par de negativas acepté su invitación, no porque tuviese mucha hambre, solo porque no me pareció correcto hacer enfadar a un hombre que portaba una navaja del tamaño de una katana japonesa...

19. Comiendo al aire libre



Después de una ronda de todo tipo de encurtidos, queso de cabra y lomo en manteca de alta calidad, Güarmiguel sacó un pequeño termo con café y me preguntó qué hacía vagando solo por el monte. Le expliqué que harto de una vida monótona y con mil dudas existenciales que corroían mi interior, había decidido ver mundo, volar del nido y conocer gente nueva. Después de unos segundos de incómodo silencio, me dijo que me faltaba un hervor, que hiciese el favor de tirar para mi casa antes de que anocheciera a ver si me iba a despeñar por un tajo.

- ¡Quer monte es mu traicionero zagal! - me espetó - ¡Que la juventú de hoy día lo que lace farta es coer más un escardillo y dearse de pamplinas!

Como no estaba dispuesto a empezar una batalla dialéctica sobre las necesidades laborales de la juventud en la actualidad con un cabrero neandertal, asentí muy despacito y le di la razón. Así que me levanté, sacudí el polvo de mi pantalón y me dispuse a continuar mi camino.

Cuando nos despedíamos, Güarmigué me dio una talega de cuadros con un mendrugo de pan de pueblo y una tripa de salchichón - para el viaje, según me dijo-. Me percaté de que justo al lado del salchichón, un sobre cerrado absorbía la grasa del embutido, quedando grasiento y parcheado. Me indicó el camino al pueblo más cercano y me pidió que hiciese el favor de no perder la carta y dejársela en el buzón de correos del pueblo, que él se quedaría un par de días más en el monte con sus animales.

Así que cogí el sendero que me llevaría a Villanueva del Cimbrel y dejé atrás a Güarmigué. Mamporrero, hombre de campo y azote de violadores caprinos.

Si os digo la verdad, hubiese tirado aquella carta al primer contenedor que encontrase en cuanto llegara al pueblo, pero me había comprometido a hacer que llegara a su destino... Y así tendría que ser.

20. Villanueva del Cimbrel



Tras varias horas de camino sudando como un marrano por un sendero de cabras solo apto para trapecistas, llegué a aquel pequeño pueblecillo.

Lo primero que hice fue preguntarle a un viejecete que descansaba a la sombra de un naranjo, dónde podía encontrar la oficina de correos más cercana. Después de una rústica explicación, varias repeticiones infructuosas y bastante falta de entendimiento por ambas partes, pude deducir de sus palabras que no quedaba muy lejos.

Cuando entraba por la puerta de correos dispuesto a cumplir con lo prometido a Güarmigué, pensé que sería un bonito gesto escribir a la abuela Gladis para informarle de que todo iba bien y ahorrarle una preocupación innecesaria.

Sumido en mis pensamientos y sin darme cuenta de por dónde andaba, tropecé con un joven enorme y musculado. Éste me propinó un fuerte empujón y me llamó retrasado.

Al ver ultrajado mi honor delante de la bella señorita que trabajaba tras el mostrador y cuatro pueblerinos que observaban la situación en silencio, agarré el salchichón que Güarmigué me había regalado horas antes y cual policía antidisturbios en plena manifestación antiglobalización, lo usé a modo de porra y golpeé la cara de aquel joven desvergonzado.

El joven se volvió hacia mí y agarrándome por el cuello se disponía a darme la paliza de mi vida. Justo en ese momento mi arrepentimiento fue máximo y tartamudeando le dije que me perdonase, que todo había sido fruto del nerviosismo que sentía, pues debía informar de mi estado a mi anciana abuela con una carta, pero no sabía escribir (Aunque actualmente soy un gran lector y escribo la historia de mi vida, he de reconoceros que por aquel entonces no era más que un pequeño analfabeto).

El joven sufrió un ataque de risa y volvió a llamarme retrasado. Justo cuando me disponía a blandir nuevamente mi terrible salchichón justiciero contra aquel bellaco, me dijo que ni se me ocurriera hacer eso si quería salir de allí con vida.

Me comentó que a cambio de no destrozarme la cara y por un módico precio, él se ofrecía a plasmar en el papel todo lo que le narrara.

Sería su buena acción del día ayudar a un analfabeto desconocido a contactar con su desesperada abuela, pensé yo...

Así que tras conseguir las herramientas necesarias para escribir mi mensaje y un breve regateo sobre la tarifa que cobraría mi joven escriba, empecé a dictarle algo parecido a esto...