26. Una china en el zapato
Dejé atrás la casa de Antonia y todo el corrillo de marujas que se arremolinaban en su puerta, mientras cuchicheaban entre ellas mirándome como si fuese la reencarnación del mismísimo Satanás.
Yo por mi parte iba tranquilo. Aunque no me había dado tiempo a despedirme como es debido de aquella maravillosa señora (debido a la insistencia por verme marchar de sus asquerosas vecinas). Dejé debajo de uno de los tapetes de su sofá varios billetes en agradecimiento por todo y algunas monedas sueltas. Espero que los encontrara pronto y aliviaran un poco la situación de aquella buena mujer.
Caminaba cojeando por la calle, pues una piedrecita cojonera había decidido acompañarme durante mi viaje alojada en mi zapato, pinchándome la planta del pie a cada nuevo paso que daba.
Me senté en una parada de autobús descolorida por el tiempo y machacada por los jóvenes vándalos de la zona. Puse mi mochila en el suelo y, mientras sacaba aquel chinarro tocapelotas del fondo de mi zapato, vi acercarse a lo lejos un autobús con un letrero pintado a mano en el que se leía: "A la Capital".
En ese momento lo tomé por una señal, así que como no tenía un rumbo fijo y un poco harto de dar tumbos de un lado a otro, pensé que quizás fuera buena idea viajar a la gran ciudad.
La abuela Gladis siempre me había contado que la Capital era un nido de maricones, putas y drogadictos que acechaban a tu alrededor, para aprovechar cualquier descuido y robarte hasta el último céntimo de tu bolsillo, o echar droga en tu bebida para poder abusar de ti con total impunidad. Cuando vivía con ella siempre había creído todas sus historias, pero ahora todo era diferente... Era un hombre con ideas propias.
Así que esperé que aquel viejo autobús se detuviera ante mí y me llevara a mi próximo destino: la ciudad de las oportunidades...La Capital.
27. Un largo viaje en autobús
Después de un frenazo brusco, la puerta del autobús se abrió justo enfrente de mí haciendo ese "chssssssss" tan característico. Un hombre mayor con el pelo canoso que sudaba como un pollo, agarrado al enorme volante, se quedó mirándome fijamente hasta que dijo:
- Chaval, o subes o me largo, ¡que no tenemos todo el día!
Al ver que empezaba a subir las escaleras dijo en voz alta:
- El aire acondicionado se ha estropeado, así que arremángate machote - y rompió a reír estruendosamente.
Después de pagarle la tarifa a aquel genio del humor, eché un vistazo al interior de aquella sauna con ruedas en la que tendría que pasar más de dos horas hasta llegar a mi destino.
El olor a rancio y las caras sudorosas de los pasajeros del bus, me hicieron buscar rápidamente algún hueco libre en el que no tuviese a nadie como compañero de viaje. Divisé casi al final varios sillones vacíos, así que me apresuré a sentarme en el sillón más cercano a la ventana y dejé mi mochila en el que daba al pasillo, para intentar por todos los medios no tener que sentarme junto a nadie en todo el trayecto.
Una vez acomodado miré a mi alrededor para ver la fauna que me acompañaría en mi viaje. El autobús reanudó de nuevo su trayecto después de explosionar varias veces por el tubo de escape y yo intenté relajarme a pesar de que empezaba a empapar la camiseta con mi sudor. El ambiente olía a cloaca y un muelle del destartalado sillón se me clavaba en la nalga izquierda.
El viaje fue mucho más duro de lo que jamás hubiera imaginado, no sólo por el asfixiante calor que reinaba allí dentro ni por una carretera serpenteante y en pésimas condiciones, aunque todo esto ayudó en gran medida a hacer que el trayecto fuera un infierno. Mis compañeros de viaje fueron los que realmente consiguieron hacer de aquel un viaje inolvidable...
Una joven perroflauta tocaba (por no decir aporreaba) una guitarra varios sillones más adelante, mientras cantaba una canción en honor a la "madre tierra". Daba gracias por el sol, la luna, las ballenas, el verde de la hierba, el olor a tierra mojada, los cachorritos felices, los gatos callejeros, los cangrejos de río... Y seis mil quinientas cosas más... Creo que agradeció a la 'Pachamama' hasta que las garrapatas chuparan sangre y que las ratas tuviesen piojos...
En la radio del autobús sonaban clásicos de la copla española, que mezcladas junto a la canción de agradecimiento de mi querida "pies negros" a la madre naturaleza, podría haberse tratado perfectamente de una satánica melodía para invocar a Belcebú.
El pequeño cabroncete de unos nueve años que estaba sentado justo detrás de mí, jugaba con su consola portátil mientras propinaba pequeñas y repetitivas pataditas al respaldar de mi sillón. Entretanto, su hermano gemelo vomitaba en una bolsa de plástico víctima del mareo por el viaje.
Las dos mujeres de mi derecha hablaban a gritos sobre el tiempo y la novela, mientras que un abuelete subía el volumen de su radio portátil para poder escuchar el partido de fútbol con claridad.
Un joven tiraba cáscaras de pipas al pasillo y eructaba sonoramente a cada nuevo trago que propinaba a su lata de refresco.
También había un vendedor de lotería que intentaba endosar a cada uno de los pasajeros un cupón que, según él, nos haría jodidamente ricos.
Y yo... Sinceramente, hubiese asesinado sin piedad a cada uno de los pasajeros de aquel autobús con mis propias manos, pero por suerte un chillido me sacó de la cabeza mis pensamientos homicidas.
- ¡Señores y señoras, primera parada! Bajen poco a poco y sin empujar...
28. El extrarradio
Bajé de aquel maldito cacharro entre empujones y codazos, en la primera parada del extrarradio en la que nos detuvimos, no estaba dispuesto a torturarme ni un segundo más en aquel autobús del infierno.
Antes de salir, solté una enorme y sonora flatulencia (que casi me quema el ojete), en agradecimiento por los buenos momentos con los que me habían deleitado mis queridos compañeros de viaje durante todo el trayecto.
Entre risas, recorría las calles del extrarradio de la Capital, y la verdad es que lo que veía a mi alrededor no era exactamente lo que esperaba encontrar. Me encontraba entre descampados y antiguos bloques de pisos pintarrajeados con espray en sus fachadas y víctimas de un notable deterioro por falta de mantenimiento. En algunas aceras había restos de hogueras, el asfalto de la calle contaba con numerosos socavones y la basura se amontonaba por las esquinas; incluso vi un par de ratas de un tamaño tan exagerado que hubieran hecho temblar a un rottweiler.
Mientras caminaba distraído, pensando que quizás la opinión de la abuela Gladis sobre la gran ciudad no era tan desacertada, sentí un gran tirón de mi mochila, incluso pude oír rajarse alguna de las costuras. Un joven toxicómano intentaba agenciarse las pocas pertenencias que poseía, pero justo cuando parecía que iba a lograr su objetivo, un enorme tubo de cobre se estrelló en su cabeza, haciéndole caer al suelo sin sentido.
Cuando aquel pobre diablo se derrumbó pude ver al hombre que me había ayudado, deshaciéndose del caco que intentaba choricearme. Portaba en una mano el tubo de cobre con el que había noqueado a mi agresor y con la otra sujetaba un carrito metálico de un conocido centro comercial abarrotado de alambres retorcidos, cables viejos, trozos de electrodomésticos, una barra de cortina y todo tipo de chatarra.
Mientras miraba al sitio donde descansaba el pobre drogota dijo:
- Si es que ya me tienen negro los "kinkis" éstos con sus historias... Por más que uno quiere ser bueno,hay que darles un correctivo de vez en cuando.
29. "El Alcaparra"
Aquel hombre había sido mi salvador. Se llamaba Juan Antonio, pero todos lo conocían como "El Alcaparra".
Era un hombre de mediana edad, bajito, moreno, con el pelo largo rizado y un diente de oro. Según me dijo era "gitano honrao", chatarrero y cantaor frustrado.
Decía que "un tal Camarón de la Isla" le había copiado su manera de cantar y alguna que otra letra.
- Ese tío se llevó una fama que era mía, por no hablar del dinero - dijo muy seriamente - Y mírame como me veo yo, tirando de un carro lleno de chatarra pudiendo haber vivido como un marqués.
Me contó que un día se lo encontró frente a frente, y si no llega a ser por su buen amigo "El Patacabra" que lo agarró, de un "chairazo" le fuese sacado las tripas.
Le dije que acababa de llegar a la Capital y ya habían estado a punto de atracarme, que quizás no hubiese hecho bien en ir a la ciudad. Él se echó a reír y me dijo:
- ¡Chiquillo, en buen sitio te has bajado tú del autobús! Ésto no es la gran ciudad, es el culo de la ciudad. Estás en la barriada del Pandero. Y ya habrás escuchado el dicho: "el que entra en el barrio del Pandero, sale sin vida, sin dientes o sin dinero"
Me dijo que estuviese tranquilo, que él era "buen gitanico" y estando a su lado a ver quién era el listo que me tocaba un pelo.
Me pidió que hiciera el favor de acompañarlo, que había encontrado un par de neveras viejas pero le hacía falta alguien que le ayudara a desguazarlas.
Y por supuesto que le acompañé, ¡cómo no iba a echar una mano a el hombre que me había ayudado antes incluso de conocerme!
30. Por el barrio del Pandero.
Todo el mundo que nos cruzábamos por la calle saludaba a El Alcaparra, se notaba que era un hombre bastante respetado en aquel gueto.
El Pandero era un barrio marginal a las afueras de la capital, punto de venta de drogas y trapicheos varios. Sin duda un lugar peligroso para alguien recién llegado a la ciudad, pero yendo junto a Juan Antonio me sentía relajado y, por qué no decirlo, hasta un poco malote.
Le ayudé con las neveras y luego fuimos a por unas ventanas viejas que tenía que recoger. Me prestó un carrillo de mano que tenía escondido en un parking subterráneo. Y allí estábamos los dos 'mano a mano' - o más bien dicho 'carro a carro' - buscando cualquier cosa vieja a la que se le pudiese sacar dinero.
He de deciros que nunca antes había trabajado, pero estando con El Alcaparra aquello no era trabajo, era un simple paseo. No paraba de cantar coplillas y aunque tenía la voz un poco quebrada por el exceso de aguardiente mañanero, no lo hacía nada mal. Nos paramos en algún que otro bar a tomarnos algo fresco y a cobijarnos del sol, pues ese día castigaba de verdad.
Después de vender todo el material que habíamos recogido, Juan Antonio me dijo que le había caído bien, que si quería podía quedarme algunos días ayudándole en vez de andar dando tumbos por sitios peligrosos.
Yo le contesté que me parecía una buena idea, pero que no quería molestar... A lo que él me contestó:
- Chiquillo, si me molestaras te iba a decir un mojón - reía estruendosamente -. Me has caído bien y se ve que tienes buen corazón. Yo te puedo ofrecer un hueco en mi chavolilla y un dinerillo de la chatarra que recojamos. Tampoco te pido que te quedes aquí a vivir, tú haces lo que veas.
Le contesté que por qué no, que aceptaba. Así que poco después íbamos canturreando dirección a la peña flamenca. ¡Eso había que celebrarlo!