46. Bienvenido al reino vegetal



No sé si habéis estado enamorados, ni siquiera sé si habréis hecho alguna locura por amor... Por mi parte he de deciros que por el amor de aquella chica intenté ocultar que era un malvado devorador de cerditos indefensos y simulé lo mejor que pude ser vegetariano.

Quizás no os parezca un gran sacrificio, pero debéis saber que hasta entonces yo había sido un yonki de la panceta y un adicto a la morcilla arrocera... Incluso me tomaba mi tiempo para separar y tirar a la basura la parte vegetal de la mortadela con aceitunas (siempre vi este tipo de embutido como un maligno híbrido creado por el hombre en su afán de jugar a ser dios).

Desde el día que la conocí me hice el rey de la lechuga, el maestro de la col hervida y la cebolla pochada... Pero fui débil y no pude soportar la tentación.

Los días iban pasando y aunque nuestra música seguía sonando como el culo, nuestro sexo había mejorado exponencialmente. Vivíamos entre el sonido de guitarras desgarradas, el sabor del tinto de cartón y el olor de nuestros cuerpos fundiéndose lujuriosamente.

En esos dos meses vividos bajo el yugo de un estricto régimen vegetariano y según mis cálculos estimados, salvé a un par de pollos de corral, tres gallinas ponedoras y algún que otro becerro... Hice lo que pude, pero mis colmillos ansiaban carne que desgarrar: pollo, ternera, cerdo o conejo...me era indiferente. En esos momentos hubiese lamido las tripas de una rata atropellada con tal de saciar mis ansias de carne.

Finalmente no pude contener el síndrome de abstinencia, provocado por la falta de proteína animal durante varios meses, y decidí que comer un chorizo asado o un grasiento bocata de beicon con queso a espaldas de Elvira tampoco sería tan malo... Sería como una pequeña mentira piadosa... Y así fue como la cagué aquella fatídica noche en la que todo se fue a la mierda...

47. In fraganti



Era una noche cualquiera.

Llevábamos toda la tarde fuera de casa y cuando llegamos a la caravana nos sentamos en la puerta a contemplar el anochecer. Nos dispusimos a beber unas birras mientras el cielo se oscurecía, pero desde el interior de la caravana un grito de Elvira me avisaba de que andábamos sin suministros.

Me pidió que fuese a la tienda del barrio a por unos litros frescos o algo de vino mientras ella se duchaba. Le dije que no se preocupase, que cuando saliese del baño dos rubias bien fresquitas estarían esperándola en el sofá sentadas a mi lado.

Bajaba hacia la tienda 24 horas cuando pasé por delante del bar "El Tropezón" y el olor a fritanga hizo que salivara como el puto perro de Pavlov al escuchar la campanita.

Olía al paraíso (o al infierno sin fregar, para alguien como Elvira si hubiese estado allí). Podía captar el aroma de la panceta burbujeando al calor de la plancha... Desde la ventana veía como un enorme pinchito de pollo soltaba grasa amarilla impregnando el grisáceo mostacho de un jubilado que contaba batallitas (que aunque ahora no parezca una imagen muy sugerente, en ese momento hasta me abrió el apetito) y una bandeja de choricillos picantes en una vitrina encima de la barra me rogaban que los comiese.

Recordé que esa noche cenaríamos albóndigas de tofu y cebolleta en salsa de puerros, así que tras aquel macabro pensamiento y reprimiendo una arcada entré en El Tropezón y pedí al camarero una ración de choricillos picantes a la sidra con rapidez, pues me estaban esperando.

El camarero calentó en el microondas aquel manjar de los dioses y lo puso a mi lado junto un tubo de cerveza helada. No me los comí. Puesto que no los mastiqué para pasarlos al estómago aquello no se consideraba comer. Los engullí, literalmente.

La gente miraba de reojo como chupaba el aceite rojizo que chorreaba por mis manos pero a mí me daba igual. Disfrutaba de aquel maravilloso éxtasis lo más rápido que podía, ya que Elvira ya debía de estar saliendo de la ducha.

Pedí otro tubo de cerveza que tragué sin respirar y, después de pagar aceleradamente, compré la cerveza en la tienda de al lado y salí cagando leches dirección a la caravana. Por el camino pensaba excusas que decir e incluso me sentía un poco sucio por engañar de aquella manera a la chica que me importaba, pero pensaba en aquellos pequeños choricillos que acababa de devorar... Y los remordimientos desaparecían...

Entré a la caravana a paso ligero, sudando grasa porcina y con el tintineo de las cervezas. Justo en ese momento, Elvira salía del baño. Desnuda e insinuante metió su dulce lengua en mi boca dándome un largo y caliente beso en agradecimiento por el recado. Pasaron unos segundos en los que nuestras lenguas jugueteaban, hasta que de repente se apartó de mí con cara de asco y me dijo en tono amenazante:

- Sabes a muerte... ¿Dónde has estado?

Mi cerebro hervía en un ir y venir de neuronas agitadas que intentaban crear una respuesta creíble para justificar el sabor a carne de mi boca. Justo cuando abría la boca para soltar alguna burda mentira que me dejara en buen lugar, el embutido que reposaba en mi estómago habló por mí.

Un gran eructo traicionero que sonó tan fuerte como el rugido de un puma inundó la estancia con el característico aroma de unos cuantos chorizos en plena digestión.

- ¡Eres un hijo puta come carne! ¿Has estado tomándome por gilipollas todos estos meses?

Cuando intenté explicarle que había sido ella la que había dado por hecho que compartíamos el mismo sentimiento animalista, ella que se encontraba gritando como una loca en la cocina, me tiró la cafetera a la cabeza y dio en el blanco de lleno.

- ¡Lárgate de aquí asesino! - vociferaba mientras me arrojaba todo tipo de objetos contundentes - No eres más que un saco de mierda.

Sabía que no lograría calmarla, así que salí como pude de la caravana entre una lluvia de cacharros y todo tipo de objetos de menaje del hogar.

Un bulto en mi frente se hinchaba rápidamente donde la cafetera había impactado, mientras mi alma se deshinchaba al alejarme de la caravana en la que dejaba gritando como una loca la que días atrás había sido mi primer y único amor.

Jamás pensé que un poco de embutido pudiese acabar con una buena relación, pero que queréis que os diga... En ocasiones, la vida es más surrealista de lo que parece...

48. Vuelta a casa



La vida se empeñaba en darme palos y ya empezaba a estar hasta los cojones. Otra vez había perdido a alguien que me importaba y andaba tirado en la calle como una colilla.

El invierno se acercaba y aquella noche un viento gélido me avisaba de que no sería buena idea dormir en la calle pero, ¿a dónde ir?

Por suerte llevaba mi cartera con algo de dinero en el bolsillo cuando salí precipitadamente de la caravana la noche anterior. Mi mochila, ropa y demás pertenencias (que aunque pocas, me hubiesen resultado útiles) se habían quedado allí, pero no me veía capacitado para volver a ver a Elvira. No por miedo al dolor físico que podía llegarme en forma de cafetera voladora, sino por el dolor en mi interior, que me recordaría que la había perdido para siempre. Así que jamás regresaría allí. Además, seguramente todas mis cosas habrían ardido en una hoguera la noche anterior, víctimas de la ira de aquella joven.

Caminaba tiritando con el frío metido en los huesos, en un deambular sin rumbo por las calles de aquella apestosa ciudad, cuando al doblar una esquina me di de frente con la estación de tren. Quizás hubiese llegado el momento de volver a casa - pensé - aunque fuese por un tiempo.

No quería tomarme aquello como una derrota, más bien sería una retirada a tiempo. El descanso del guerrero, para pasado un tiempo retomar de nuevo el viaje con fuerzas repuestas.

49. Esperando el último tren



Debí quedarme dormido en una de aquellas incomodas banquetas de la estación, pues cuando llegué no había ni un alma en el recinto. Desperté un poco desorientado debido al trasiego de la gente que empezaba a deambular por las inmediaciones con rostros serios y grises. Como los de los que están en guerra contra el mundo, pues tienen que ir bien temprano a trabajar.

Según el reloj de la estación eran las 6:45 a.m.

Estiré mis doloridos músculos y después de entonar un gran bostezo digno de un tenor, decidí acercarme a la taquilla más cercana para informarme de los horarios y averiguar en qué andén debía esperar al tren que me llevase de vuelta a casa.

No sé si el joven taquillero era estúpido por naturaleza o simplemente no había dormido bien esa noche, el caso es que de muy mala gana me escupió que el próximo tren que pasaría por Pueblanueva del Cogollo (es el nombre de mi pueblo, ¿no os lo había dicho?) saldría dentro de tres horas. Compre mi ticket y me dirigí al andén número ocho, ya sólo quedaba esperar un poco.

Llevaba ya más de hora y media esperando. Mientras contaba las cagadas de paloma de una enorme vidriera para matar el tiempo, vi a lo lejos un rostro conocido que venía a sentarse junto a mí.

Era Marcelo, un joven dominicano de pelo afro que vestía una larga sotana con su correspondiente alzacuello. Era el cura de mi pueblo y, aunque como ya sabréis a estas alturas, la iglesia y la religión en sí me importan un carajo, lo reconocí al instante. Quien sea de un pueblo pequeño sabrá cómo van estas cosas, conoces a todo el mundo y todo el mundo te conoce: desde el alcalde, pasando por el picoleto más cabrón del cuartel, hasta llegar al tonto del pueblo...

Os contaré algo sobre Marcelo antes de continuar, así os ahorraréis que os relate la larga hora y media que tuve que esperar hasta que llegó mi tren.

50. Marcelo



Era un dominicano moreno y bastante fuertote que llegó al pueblo como nuevo cura. Cuando el viejo don Herminio (el anterior sacerdote) fue cesado de su cargo por dar demasiado "cariño" a los jóvenes monaguillos de la parroquia... No sé si sabéis por donde voy...

Era un cura bastante moderno y he de decir en su favor que a él no le gustaban los niños como a su predecesor.

Antes de su llegada al pueblo, las misas eran aburridas reuniones de viejas beatas y algún que otro pobre infante al que don Herminio le entregaba todo el "amor de Dios" que podía hasta que lo trincaron. Pero desde que Marcelo había cogido el relevo la iglesia se había renovado.

Las viejas estaban escandalizadas por su forma de dar la catequesis en forma de rap, pero según los críos del pueblo dios molaba mucho más desde esa perspectiva (y es que no es lo mismo leer el tostón del nuevo testamento a cagarte en el traidor de Judas Iscariote con una buena base de fondo y a ritmo de scratch).

La afluencia de mozas a las misas fue en un rápido incremento desde que se corrió la voz de que el nuevo cura era el doble buenorro de Lenny Kravitzz. Hasta las jóvenes poligoneras del pueblo siguieron con fervor la palabra de dios desde que semejante maromo llegó a predicarla.

Corrían rumores de que gemidos de mozas calenturientas salían de la sacristía a altas horas de la madrugada haciendo eco en las bóvedas del templo, aunque nunca se pudo demostrar nada en contra del pastor.

A decir verdad, el caso de que varias jóvenes solteras hubiesen quedado en cinta y alumbrado a pequeños negritos rollizos de pelo afro, levantó alguna que otra sospecha... Pero como os he dicho anteriormente, nada se pudo demostrar.

Según mi humilde punto de vista, el voto de castidad en los sacerdotes está un poco obsoleto... Pues visto lo visto, los curas de mi pueblo tenían mucho amor que repartir...