51. Malas noticias
El joven sacerdote se sentó a mi lado después de saludarme cortésmente. Hubo unos segundos de silencio y después preguntó:
- Joven, su cara me suena una barbaridad, ¿le conozco de algo?
Le expliqué brevemente que había residido en Pueblanueva del Cogollo desde niño y que hacía unos años dejé la casa de la abuela Gladis para buscarme la vida. Su rostro moreno palideció al instante después de que mis labios pronunciaran el nombre de la abuela.
- Hijo mío, ¿dónde has estado todo este tiempo?, ¿acaso no sabes en las circunstancias en las que se encuentra tu querida abuela?
Un escalofrío recorrió mi columna vertebral y la preocupación invadió mi cerebro con miles de preguntas que realizarle a aquel hombre, esperanzado en que la abuela no hubiese sufrido ningún percance.
El tren chirriaba a la vez que reducía su velocidad hasta quedar parado justo en frente de nosotros. Nos miramos con gesto serio y me comentó en voz baja y tranquilizadora:
- Sube hijo mío, veo que no tienes noticias de tu querida abuela desde hace bastante tiempo. Te informaré de la situación cuando estemos en el vagón, todavía nos quedan algunas horas de viaje.
Nos sentamos juntos en el vagón y mientras él miraba seriamente por la ventanilla yo le bombardeaba con todo tipo de preguntas sobre la abuela. Así que empezó a relatar la situación en la que se encontraba la vieja abuela Gladis.
52. Noticias inquietantes
Viendo que la impaciencia me devoraba, el sacerdote empezó a explicar:
- Hijo, ya sé que vuestra familia jamás ha estado bajo la gloria de nuestro señor Jesucristo. Es más, la convivencia que llevabais a cabo se podía tildar más de satánico aquelarre que de núcleo familiar. Quizás sea por eso por lo que la desgracia se ha cebado cruelmente con vosotros.
Puede que el padre celestial hubiese podido ayudaros si algún que otro domingo hubieseis acudido a la iglesia y colaborado con unas monedas en el cepillo de donaciones, pero bueno, eso es otra historia. Vayamos al grano.
Sentía como si me estuvieran pidiendo dinero a cambio de favores divinos y estuve a punto de decirle un par de cosas a aquel siervo de Dios... Pero decidí callar a la espera de noticias sobre la abuela. Él por su parte, continuó con su perorata:
- El caso es que como usted sabrá, su abuela es dada a la ingesta de alcohol en cantidades... Digamos desproporcionadas. Lo que ha hecho que junto con su avanzada edad y la pérdida del apoyo moral de su único nieto, es decir, usted, haya entrado en un estado de desequilibrio transitorio.
Ha sido un deterioro paulatino que se ha agravado en los últimos meses.
Mi corazón danzaba estrepitosamente y notaba como un sudor frío me empapaba la frente, intentando encajar las malas noticias que acababa de recibir.
- Desde que usted abandonó el hogar familiar, su abuela dejó de verse por las calles del pueblo, por lo que sabemos, debido a una intoxicación etílica permanente. Según sus vecinos, sólo se la puede ver a altas horas de la madrugada en busca de animales callejeros con los que anda llenando su hermosa casita colonial, convirtiéndola en una auténtica pocilga.
Como cura del pueblo me vi en el deber de intentar mediar con ella hace unos meses, puesto que la convivencia con sus vecinos había empeorado notablemente. Pero cuando me acerqué a su casa fui cruelmente bombardeado con heces felinas y arena de gato, lo cual me hizo cesar en mi empeño.
A pesar del disgusto me costó reprimir una sonrisa, pero deje que mi informador continuase con su relato.
- El caso es que estamos preocupados por el estado de doña Gladis y creemos que su casa se ha vuelto un foco de infecciones que pueden perjudicar seriamente su salud y la de sus convecinos. Le ruego encarecidamente que trate de convencerla de que no es cívico arrojar basura por la ventana de la buhardilla, defecar en el jardín de sus vecinos, ni convivir con animales sarnosos y portadores de enfermedades.
Sabía que la abuela era difícil de llevar, poco dada a la limpieza y de modales grotescos, pero aquello que me relataba mi compañero de vagón me resultaba bastante chocante.
Gladis, la más certera apedreadora de gatos y el terror de todo perro que se acercaba a su parcela, se había convertido de la noche a la mañana en una protectora acérrima del reino animal.
Definitivamente se le había perdido la cabeza...
Después de animarme a visitar la parroquia más a menudo, Marcelo se despidió de mí y fue a sentarse junto a una señorita que le miraba golosamente unos sillones más adelante.
Pasé el resto del trayecto solo en mi sillón, dándole vueltas a la cabeza y con un nudo en el estómago. Tenía un mal presentimiento, esperaba que no fuese nada grave... Por desgracia me equivocaba.
La vida volvía a patearme en la boca... Y esta vez con más rabia y contundencia que nunca.
53. Shock
Mientras el tren aminoraba su marcha al llegar a la pequeña parada, yo ya estaba preparado para salir a toda ostia dirección a casa de la abuela. Recorrí al galope las tres calles que me separaban de mi destino y, cuando me encontré frente a lo que varios años atrás había sido mi hogar, estuve a punto de llorar.
La casa - si es que se le podía llamar casa a aquel asqueroso antro con pinta de fumadero de crack - parecía abandonada. En el pequeño jardín la basura se descomponía al sol mientras gatos salvajes que por allí pululaban se divertían persiguiendo ratas que trepaban por la fachada hasta llegar al tejado.
Había restos de una hoguera junto al porche de la entrada, por lo que la pared estaba ennegrecida y abultada. Una atmosfera pestilente envolvía la casa y tuve que contener las ganas de vomitar para no colaborar con el desastre que me rodeaba.
Golpeé la puerta de entrada con fuerza, puesto que en el lugar donde antes había estado el timbre, ahora solo quedaba un agujero en el ladrillo del que asomaban un par de cables oxidados. Oía ruido dentro de casa, pero por más que llamaba nadie salía a recibirme. Debían de ser las "mascotas" de la abuela las causantes del alboroto.
Rodeé la casa y vi que la ventana de la cocina estaba entreabierta, así que decidí que esa sería la mejor forma de entrar. Casi vomite al entrar en la cocina, pues el olor a mierda de perro y comida podrida era prácticamente insoportable.
No daba crédito a lo que veía: los gatos correteaban a sus anchas, el suelo resbalaba por el orín acumulado y apenas podía andar sin pisar podredumbre y basura.
No entendía como la abuela podía estar viviendo en esas condiciones, pero al entrar en el salón comprendí perfectamente por qué no le molestaba en absoluto aquella situación.
Grité, lloré y me acerqué rápidamente pero llegaba demasiado tarde... Ya no había nada que hacer.
El cuerpo de la abuela yacía en el suelo bocabajo rodeado de basura y, por el olor dulzón que impregnaba la habitación, debía de haber estado descomponiéndose varios putos meses.
La giré para ver su rostro por última vez, pero allí ya no había nada que ver... Parecía que aquellos simpáticos animalitos que convivían en casa junto a ella habían aprovechado la falta de alimento empaquetado para darse un festín con su cuerpo inerte.
Únicamente recuerdo vomitar y caer al suelo. Si os digo la verdad no sé ni cómo salí de allí.
54. Decadencia
Ya pasado algún tiempo desde aquel fatídico suceso...
No sé si pude evitarlo... No sé si fue culpa mía... Simplemente no sé...
Ya nada importa...
Absolutamente nada vale una puta mierda...
La doctora dice yo no soy así, que la que pone esas palabras en mi boca es la depresión que me trastorna...
Yo solo quiero más morfina...
He pensado acabar con todo en varias ocasiones: colgarme con la cadena del wc, tragar un kilo de sal, esnifar disolvente hasta desintegrar mi cerebro... Pero jamás lo he conseguido...
Por suerte he encontrado a una especialista que trata mi shock post-traumático con grandes cantidades de tranquilizantes, aderezados con opiáceos y estúpidas actividades para mantener mi mente enferma entretenida.
Actividades como aprender a leer y escribir...
Actividades como ésta...
Escribir un libro...
Una autobiografía...
La autobiografía de un don nadie...