6. "El Chimenea"



En la barra, un anciano octogenario engullía copas de anís a una velocidad vertiginosa, tanto es así que la amargada camarera optó por dejarle la botella y un vaso de tubo a la mano, para que él mismo se sirviera.

Una densa nube de humo lo rodeaba dándole un toque espectral. Con cada nueva calada a su cigarro parecía querer derretir el filtro. Aquella forma de fumar me pareció inhumana.

Me senté a su lado y me presenté, me dijo que se llamaba José, pero que todos le llamaban "El Chimenea". No pregunté por qué, pues era obvio en un hombre que debía tener los pulmones más negros que el sobaco de un grillo.

Charlamos un rato de cosas sin importancia, se cagó en el gobierno varias veces y aun así le sobro mierda para cagarse en Dios, Mahoma, la virgen María y en el toro que mató a un tal Manolete.

Al enterarse de mi situación, me invitó a pasar unos días en su casa, siempre que estuviera dispuesto a echarle una mano en sus quehaceres diarios. La idea no me entusiasmó mucho, pero al echar una ojeada a la calle y ver cómo había empezado a diluviar, decidí que tal vez no fuese tan mala idea.

Pagó la cuenta y nos fuimos en su ranchera hasta su casa, lo que sucedió después... Merece ser contado en otro capítulo.

7. En casa de José



La lluvia no cesaba y el anís empezaba a castigar las habilidades motoras de mi compañero "El Chimenea". Un camino de tierra encharcada y la conducción temeraria de un octogenario harto de licores variados, hicieron que llegara a temer por mi integridad física, pero después de varias salidas de la vía y el atropello de una cabra con fatal desenlace para el pobre animal... Llegamos a su casa.

Era el humilde hogar de un granjero.

Me contó que tiempo atrás había dedicado su vida al cultivo de la uva, pero que desde que su mujer murió todo era bastante distinto. Ahora cultivaba tabaco y se alimentaba de latas de conservas y leche en polvo que recibía de la parroquia.

Cenamos latas de mejillones en escabeche y calamares en su tinta regadas con leche en polvo aguada y sucedáneo de café, obtenidos según me dijo por la gracia de Dios. Al terminar la cena José me comentó que podía dormir en la cuadra junto a Jacinta (su burra), pues nos acabábamos de conocer y aunque le había caído en gracia no podía dejar que un desconocido durmiera bajo su techo.

No lo culpo, años de soledad y televisión basura pueden hacer a cualquiera creer que un desconocido es un malvado talibán, un asesino en serie o primo hermano de Jack el Destripador. Pero si os soy sincero su falta de confianza me defraudó. Así que después de despedirme de él y dirigirme hacia la cuadra, cambié mi rumbo y me alejé de aquella casa.

Caminé y caminé y...

8. Noche al raso



Y caminé hasta la extenuación.

Cuando el barro del camino me llegó hasta las rodillas, después de varias horas de larga caminata opté por dormir debajo de una gran higuera justo al borde del carril.

Os podría decir que fue una maravillosa noche al raso, acunado por la luna y acompañado de las estrellas...

Pero amigos... La vida real no es así.

La mezcla de conservas y café aguado fue una patada en mi intestino. Cagué plastas de todos los colores y tamaños inimaginables, el ojete me ardía y tuve que limpiar mi dolorido trasero con piedras puntiagudas. Por suerte después de varias horas logré conciliar el sueño.

Desperté antes del amanecer y proseguí mi errante camino.

Embarrado hasta las cejas y dispuesto a volver a casa de la abuela Gladis, saqué de mi mochila un pequeño bocadillo que esperaba me sirviera para reponer fuerzas. Divisé a lo lejos una pequeña ciudad y decidí acercarme, quizás hubiese algún autobús que me llevara de vuelta a mi punto de partida.

Lo primero que encontré fue un polígono industrial en el que dos perros se apareaban mientras un joven melenudo los observaba sin inmutarse.

Después de largo rato de observación decidí acercarme. Tras una noche dantesca... Nada podía ir a peor.

9. Steven



El joven observador de la fornicación canina me pregunto si llevaba mechero. Respondí con un movimiento de cabeza indicando negación.

Y así fue como conocí a aquel peculiar personaje. Se llamaba Steven y era un mochilero americano adicto al té con leche y el jarabe para la tos.

Le ofrecí un trozo de mi bocata, pues tenía pinta de no haber comido en años... Me sorprendió su negativa y mucho más las razones para ella. Según me contó era vegano, no comía nada de carne ni ningún producto de origen animal. Sin embargo lo que de verdad me dejó descolocado fue el motivo que le hizo venir a España.

Steven, vegano desde muy temprana edad, era un amante de la tauromaquia (increíble pero cierto, el ser humano es extraordinario...). "El Lechuguita de Toronto" se hacía llamar. Dormía a las puertas de las plazas de toros arropado con un viejo capote, a la espera de una oportunidad que le diera la fama.

Hablamos de mil cosas esa noche, hasta que la alta ingesta de jarabe para la tos lo dejó en estado catatónico. Lo arropé con su capote y proseguí mi camino, pues sabía que aquel lugar no estaba hecho para mí.

Años más tarde me enteré que murió corneado por un enorme miura en la plaza de toros de un pueblo cordobés.

Me alegré un montón, siempre he dicho que ya que tenemos que morir, nada mejor que diñarla haciendo algo que te guste.

Seguro que Steven entró al reino de los cielos por la puerta grande.

10. Sin rumbo fijo



Recorría abatido el extrarradio de aquella apestosa ciudad, pensando que debería volver con la abuela, que aquel hediondo mundo no estaba hecho para mí. Pero saqué fuerzas y temperamento de donde no lo había y decidí que mi viaje debía continuar.

Me alojé durante varios días en el "Hostal Manolita", no era nada de otro mundo, pero estoy seguro. Nunca antes una destartalada habitación, un colchón lleno de manchas de fluidos corporales de todo tipo y una almohada con un rancio hedor a orina han hecho a nadie tan feliz como me hicieron a mí. Estaba feliz de resistir a las adversidades que iba encontrando en mi camino y de haber decidido continuar con la cabeza bien alta.

Pasaba las mañanas durmiendo, las tardes desperezándome y las noches dando vueltas por aquellas calles que me hipnotizaban, con sus luces de neón, sus bares abarrotados y sus señoritas en cada esquina ofreciendo "amor" (y en ocasiones enfermedades de transmisión sexual variadas) a un módico precio.

Una de esas noches de desvelo mientras deambulaba por los callejones del centro, una mujer de casi dos metros de altura y con unos bíceps del tamaño de mi cabeza, me asaltó de pronto ofreciéndome sexo en todos los idiomas y tonos de voz inimaginables. Personalmente, me inspiraba más miedo que deseo sexual. Así que sutilmente decliné su ofrecimiento y le dije que si quería estaba dispuesto a invitarla a una copa. Ella me dijo que si era marica no pasaba nada, que tenía una sorpresa que podía agradarme, pero por suerte pude convencerla y fuimos a tomar algo.

Me llevó a un bar, con más pinta de quirófano clandestino que de local de restauración.

Pidió un whisky doble con hielo para ella y un zumo de piña para mí (todavía no me había iniciado en el turbio mundo de la bebida) y empezó a contarme cosa como éstas...