El Cabo Suelto de Dios

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- ¿Qué trabajos me trae entre manos el insigne profesor Albert Bernstein?

- ¿Quién lo quiere saber? - respondía con otra pregunta, a sabiendas de la respuesta, a la vez que levantaba la cabeza de entre la montaña de libros que descansaban en los bordes de la ennegrecida mesa de trabajo; la voz grave de su amigo resonó desde todos los lados del despacho de Albert en la universidad y es que David acostumbraba a hablar a voces, ahora además acrecentado por el hecho de llevar unos años viviendo en España.

- ¡David, David Bowman!, querido amigo, ¿cómo tú por aquí?, ¿te echaron de la universidad de Granada? - bromeó a la vez que se dirigió apresuradamente a abrazar a su amigo.

- No, quita; vacaciones ¿sabes que existen?, casi cuatro semanas sin historia contemporánea en la Universidad de Granada, no sé si mis estudiantes podrán soportarlo, yo sí - dijo riéndose sonoramente David.

- ¿Por qué no avisaste de que venías, hombre? - increpó al recién llegado.

- Ha sido de un día para otro - se disculpó David -, además las vacaciones sin preparar salen mejor, si te lo digo te imagino reservando cosas.

Albert Bernstein y David Bowman eran amigos de la infancia, crecieron juntos en el mismo barrio de Tel-Aviv, Albert ayudaría a pasar los estudios universitarios a David pues era mayor que éste; por arraigo entre las dos familias Albert pasó de amigo a tutor. La historia de la humanidad en toda su amplia aceptación sería su pasión, declinando Albert hacia la historia de las civilizaciones antiguas y en especial sus lenguas y David hacia la historia moderna, sus trabajos sobre la convivencia de culturas en España y la repercusión de Al-Ándalus en las relaciones judeo-islámicas le posibilitaron la plaza de profesor en Granada. Albert desempeñaba su labor en la universidad Rey David de Tel-Aviv y no pensaba moverse de allí por nada del mundo, decía que sería como sacar a un recolector de patatas del patatal.

Albert era un hombre delgado y alto, los cincuenta y ocho años descansaban firmemente en el deporte realizado durante los últimos quince que lo mantenía fuerte y atlético, sin embargo sus ojos negros de mirada penetrante y dura de antaño daban paso a una mirada cansada, escondida detrás de unas pequeñas lentes las cuales aseguraba con un pequeño cordón por detrás del cuello, lo que le infería una seria y estereotipada imagen de profesor. David era "el otro profesor", bajito y regordete, dos grandes mofletes eran su bandera, siempre colorados menos cuando bebía que se ponían aún más colorados, pasando a algo parecido al morado. El uno de carácter más conservador, el otro su pareja liberal perfecta. Albert era el investigador, David un buen profesor de historia.

- Dime, viejo y estirado amigo, ¿en que trabajas últimamente? - preguntó una vez finalizado el abrazo.

- Guerras Moras.

- ¿Guerras Moras? - repitió David.

Son unos volúmenes de relatos de las guerras entre árabes y cristianos transcurridas en tiempo de los Reyes Católicos en España, ahora estoy con una en la que redactan la rendición de una villa de Al-Ándalus, en tiempos romanos llamada Iluro, por los Reyes Católicos y la entrega de ésta por el gerifalte moro; les costó lo suyo rendirla... me los enviaron desde el Museo Nacional de Madrid, son anónimos, redactados en arábigo y una mezcla de dialectos árabes de la época, con adornos propios nazaríes, los traduzco porque ...- intentaba explicar Albert.

- Porque querían al mejor, ¿qué casualidad? Vengo de allí y te encuentro allí - cortó riendo con sonoras carcajadas.- Tengo mucho que contarte y así con la boca seca me es del todo imposible, además hoy toca fiesta.

- Ya no estoy para esos trotes David - replicó pausadamente el tranquilo profesor - ni tú tampoco que pasas de los cuarenta en unos pocos.

- Sí, pero a mí no me ha faltado el entrenamiento; es mi tercer día de vacaciones y no voy a dejar pasar ni uno más sin emborracharme - sentenció David.

- Está bien, además son ya las ocho, yo sólo me tomo una copa ¡eh!, que te conozco y ya no tengo el cuerpo de...

El teléfono interrumpió a Albert en la relación de condiciones para su salida, conociendo a David ésta se hace del todo irrenunciable.

- ¿Sí? - contestó Albert.

- Albert Bernstein, por favor - solicitó la voz al otro lado.

- Sí, soy yo, ¿quién llama?

- Señor Bernstein, soy Joseph Braum, el anticuario, ¿me recuerda usted?

- Ah sí, Joseph ¿cómo está?, dígame ¿en qué puedo ayudarle?

- Perdone señor Bernstein, - expone Joseph respirando profundamente como queriendo así descargar dos kilos de nerviosismo - ha caído en mis manos un libro antiguo bastante interesante para mi modesto entender, muy enigmático, sin duda que le interesará echarle un vistazo, me gustaría que lo viera, es un libro muy antiguo...

- Eso ya me lo ha dicho, Joseph - aclara Albert descubriendo el tono excitado que predominaba en la voz de su interlocutor.

- Sí, creo que tiene unos de cientos años, y está compuesto de diferentes escrituras, creo que arameo, hebreo..., bueno no estoy...

- ¡¿Arameo?, ¿cientos de años? ... ¿cómo lo sabe usted?! - interrogó Albert sorprendido y extrañado.

- Bueno, he visto muchos libros antiguos, la manera de coser las pastas, el encuadernado dice mucho de los libros; está muy bien cuidado, en perfecto estado, es mi primera impresión; también creo que el encuadernado es muy posterior a los documentos que contiene; de hecho acabo de obtenerlo y no me ha dado tiempo a más; me pone nervioso, lo que acrecienta mi certeza de estar ante algo verdaderamente interesante, me gustaría que usted lo viera, además ¿nuestras colaboraciones han resultado en gran medida fructíferas, no es así?

- Sí, Joseph, es verdad pero es que ahora tengo mucho trabajo, no sé si podré...

- Sólo échele un vistazo; usted es el mejor, se lo pido por favor - recalcaba el anticuario, poniendo especial esfuerzo en el ruego, pues no es que el libro lo pusiera nervioso exactamente, la sensación real era de miedo y no se la explicaba pues sólo era un libro, y eso era lo que acarreaba el nerviosismo.

- Está bien, está bien, no hace falta... venga usted mañana por la mañana a las ocho si le parece correcto; sabe dónde está mi despacho.

- ¿No podría ser ahora?, yo se lo llevaría...

- No, no, no es posible; me disponía a salir con un amigo. Mañana por la mañana; si ha esperado cientos de años, esperará un día más - sentenció el profesor.

- Bien, de acuerdo, perdone es que estoy un poco nervioso, gracias, mañana por la mañana, adiós y gracias, hasta mañana por la mañana - repetía Joseph colgando el teléfono.

- ¡Qué nervioso está este hombre! - pensó en voz alta Albert.

- ¿Quién es?, ¿más trabajo?, no paras.

- Un anticuario del centro, de vez en cuando me trae alguna cosa interesante, le he ayudado a tasar varias piezas, nada importante; es buena persona, un poco simple pero buen comerciante; vendrá mañana por la mañana, dice tener un libro centenario que cree que está escrito en arameo o hebreo, bueno ya veremos.

- ¿Cómo mañana por la mañana?; es sábado, no se trabaja en sábado; además nos vamos de juerga, mañana por la mañana no es posible, llámalo y anula la cita, no vas a estar en condiciones... - dijo David rechazando el insultante plan.

- Sí voy a estar en condiciones porque sólo me voy a tomar una copa nada más - replicó Albert cogiendo su abrigo.

- ¡Sólo una!, ¡sabes que está prohibido 'sólo una'!, ¡pero ¿en qué lugar de todos tus libros has leído que el hombre se tome 'sólo una' de lo que sea?, eh dime!

- Venga, vamos - dijo invitándolo a salir fuera del despacho.

- Está bien, pero yo no tengo que estar a las ocho, te recogeré para comer, ya sabes que me vas a obligar a beberme lo que tú no te bebas - indicó maliciosamente David mientras salía, seguro de su poder de convicción - 'importante debe ser el asunto cuando este hombre va a venir en sábado' - pensaba además.