El Cabo Suelto de Dios

28

Recitando de memoria habló Zeb. Las voces de los hermanos eran todas graves.

Así dice Tolomeo.

'Todos se miraron, trabajarían una vez más para Jesús. Las caras de tristeza absoluta se trasladaron en excitación, tenían trabajo y además uno que les venía como anillo al dedo, en verdad llevaban años realizándolo, el engaño. Serian ellos, los propios hombres de Jesús los que se dedicaran a incitar el voto de liberación por Barrabas, en contra de Jesús. En un momento Pedro dispuso, - esto lo hemos hecho antes, potenciaremos el rumor entre la gente convenciéndola del voto. Y para ello usaremos dos razonamientos, la mitad de nosotros quitará hierro a la acusación de Barrabás, 'de todas formas era un soldado romano a quien mató, Barrabás es hijo de un rabí', diremos; la otra mitad vilipendiará a Jesús, diréis que quiere ser Rey, ocupar el trono de David, 'pero ¿quién se ha creído que es?'

Todos a una y entre todos se repartirían la condena de Jesús. El peso que había tenido que soportar Judas se lo repartían entre todos; y con todo, era amargo. Pobre Judas.

Serían las diez de la mañana del Viernes, todos salimos corriendo hacia el lugar del Juicio, una extensa plaza interior del palacio, se accedía a éste mediante una gran escalinata, en lo alto de ésta verían de un momento a otro aparecer a Jesús.

Los hombres se dispersaban entre la multitud por parejas, 'tú dirás la versión para salvar a Barrabás y yo la de condena a Jesús' - se decían-. Logré ver que una de las parejas que se formaron con las prisas fue la de Pedro con Tomás, por un momento me pareció ver en este último a Jesús dado el enorme parecido físico entre los dos. Tomás era más delgado y menos atlético pero sus rostros y sus portes se asemejaban.

Se acercaban a un corro de personas expectantes y sin dejarse ver mucho el rostro les inculcaban, - ¡hemos de dejar libre a Barrabás es hijo de un rabí y tan sólo se le acusa de matar a un romano, además las pruebas no están claras!, ¡Jesús quiere ser nuestro Rey sin merecerlo, es un impostor que se quiere aprovechar de nuestra bondad, se quiere quedar con el pan de nuestros hijos! Así de corro en corro, aquello se parecía mucho a lo de los canastos. Los rumores se extendían rápido ¡es verdad Barrabás es conocido, es un ladrón nada más, no merece morir!, ¡Jesús no es rey de nada ni de nadie!, ¡sólo nos quiere robar!, ¡crucifica a Jesús!, ¡libera a Barrabás!

Esto escuchaba Jesús, los gritos se oían claramente desde lo alto de la escalinata donde lo habían llevado con Barrabás, buscaba con la mirada a sus hombres que intentaban pasar desapercibidos y a la vez querían cruzar su mirada con Jesús, éste se sonreía levemente; sus hombres habían hecho bien su trabajo; como él predijo, hubo una ocasión de manipular una balanza y ésta caía a favor suya, vio a Pedro y Tomas; vio a Magdalena y a María pero no logró verme a mí. Ya no vería claramente a nadie más.

Algo me rondaba la cabeza desde el prendimiento, me negaba a aceptar la muerte de Jesús y podría jugar una última carta a favor de su vida. Lo busqué y al fin pude reconocerlo: Flavio Dante, un antiguo alumno mío y tribuno de las milicias allí destacadas; sabía que estaba allí pues él mismo me lo comunicó enviándome un correo en la que me invitaba a visitarlo si alguna vez pasaba por Jerusalén; en la misma me recordaba que él haría lo mismo en cuanto tuviera oportunidad. En su escrito me comunicaba su traslado a Jerusalén y lo mucho que se acordaba de mí, así que me sugería la idea de vernos. Para ese tiempo yo tenía la cabeza en otro sitio, en Jesús concretamente.

Puse en marcha mi idea para intentar remediar el fin al que se avocaba Jesús.

Tenía a Pedro un poco más allá a mi izquierda, se encontraba dos pasos más retrasado que nosotros entre la multitud, nosotros estábamos en primera fila; las gentes nos dejó pasar en deferencia a la madre del reo. Pedro llevaba siempre una barra de carboncillo y trozos de pergamino encima; nunca se sabía dónde podía aparecer la ocasión de realizar un trato. Relaté una corta misiva de ruego a Pilatos; la espalda de Pedro me sirvió de mesa donde apoyarme; me la ofreció a regañadientes pues eso no era parte del plan pero entendía mi firme intención de salvar a Jesús; a él tampoco le disgustaba que aquello terminara de otra forma. Si Jesús se salvaba, ya le buscarían las vueltas para salir todos vivos de aquella situación.

Con la misma barra de carboncillo impregné el anillo que Cesar me había regalado como agradecimiento a mis enseñanzas en Roma, las mismas donde conocí a Flavio, sellé con él el documento y me propuse dárselo a Flavio para que se lo hiciera llegar a Pilatos. Lo veía en lo alto de la escalinata llevando el control de sus hombres.

'¡Flavio lanzador!', le grité desde la multitud recordando su puesto en el juego de pelota al que nos dedicábamos en los descansos de los estudios. Al oírse llamado así miró hacia abajo y me reconoció haciendo grandes aspavientos. Bajó y habló conmigo.

- ¡Tolomeo! ¡Maestro! - dijo en latín con sorpresa al llegar a mi altura. - ¿Recibiste mi correo? Me alegro de verte.- Y me abrazó. Todos los de alrededor nos miraban en silencio expectantes, el ruido venía de atrás. Aquel tribuno romano había bajado las escaleras expresamente a una voz de aquel viejo.

- Sí, lo recibí y perdóname por no acudir antes a tu encuentro - le contesté también en latín.

- Debemos compartir una charla tranquilamente, Flavio - le dije - pero ahora el motivo de mi presencia aquí es otro ¿te acuerdas del niño de nueve años prodigioso de Nazaret; el que tuve bajo mi tutela un tiempo, y que yo os ilustraba con razonamientos suyos?

- Sí, desde luego, - lo referías de forma constante.

- Pues ese niño es Jesús.- Le dije amargamente.

Se sorprendió y su cara se ensombreció. En silencio esperaba mi orden.

Quiero que le lleves esta carta a Poncio Pilatos - le dije -, es una carta de ruego; entrégasela en mano, por favor, espero tu repuesta; Flavio,... esta mujer es la madre de Jesús.

El semblante del rostro de Flavio tornó a tristeza, pena y respeto.

- Nos os preocupéis, se la entregaré a Poncio Pilatos en cuanto sea posible espérame aquí - dijo y dando media vuelta subió por donde había bajado, cuando llegó arriba de la escalinata Pilatos no estaba por ninguna parte, Jesús tampoco. Se lo habían llevado para adentro. En ese momento le requirieron en el patio.

Pilatos viendo la reacción de la gente mando azotarlo; no podía creerlo, aquellos salvajes mandaban a un hombre inocente a la cruz y salvaban a un asesino; nunca comprendería a aquel pueblo y su absurda obsesión por la religión; castigaron a Jesús duramente. La flagelación romana aplicada a un hombre que iba a morir se infligía como si ya estuviera muerto; como si el hombre a maltratar no estuviera vivo y no sintiera. Me alegro de no haber presenciado el castigo, no puedo llegar a pensar lo horroroso que pudo llegar a ser a la vista de cómo reapareció.

Llevaba una túnica grana que empapada en sangre se le pegaba a la carne y en la cabeza llevaba puesta una corona de espinas clavadas en las sienes; de cada espina brotaba un hilo de sangre. En lo que de cuerpo, la túnica permitía ver, no existía la piel; todo eran hilos de carne roja descolgada. Había partes de las piernas y brazos en las que se le veía el hueso. Observaba claramente los efectos del látigo romano de tres tiras de cuero y bolas de plomo en sus puntas. Se ensañaron con Jesús especialmente, tenían a un rey de los judíos de rodillas ante ellos, por eso a alguien se le ocurrió lo de la corona de espinas y atar cuchillas en la punta de los látigos. Jesús respiraba entrecortadamente, a veces un trago de sangre le cortaba la respiración y se ahogaba. Volvía en si escupiéndola, casi no se podía mantener de pie.

Y en ese estado lo volvieron a presentar a la masa, Pilatos jugaba la baza de la lástima y la compasión ante el pueblo para que lo liberaran pero la multitud gritaba al unísono el nombre de Barrabás.

Flavio acababa de supeditar el castigo, llegó tarde; la flagelación había comenzado mientras hablaba con Tolomeo, lo único que pudo hacer fue pararlo antes de que mataran allí mismo a Jesús; ¡debe llegar vivo! Gritó. Y los dos hombres que se ensañaban con Jesús pararon de darle latigazos; cuando uno golpeaba arrancando tiras de piel y carne, el otro preparaba el látigo para el siguiente azote, así de forma continua desnudaban de piel y carne a Jesús. Cuando llegó la orden de Flavio Jesús nadaba en un charco de sangre.

Acompañó a Jesús hasta la escalinata de nuevo, presentándoselo al pueblo, Pilatos se dirigía a la multitud en ese instante,- 'aquí tenéis al hombre'- decía. Flavio no pudo darle la carta. La gente gritaba enfervorizada ¡libera a Barrabas!, ¡crucifica a Jesús! No hubo compasión en aquellos corazones; Jesús lo sabía.

Pilatos mandó traer una palangana con agua, delante de todos se lavó las manos y dijo 'No soy responsable por la sangre de este hombre', un grupo del Sanedrín le gritaría que su pueblo pagaría por ello.

- Soltad a Barrabás, crucificad a Jesús - sentenció Pilatos.

- ¡Preparadlo! - gritó uno de aquellos legionarios romanos.

Pilatos escribió en una tablilla 'Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos', los del Sanedrín protestaron debía poner 'el que se proclama Rey de los Judíos' y Pilatos les contestó 'lo escrito, escrito queda'.

Fue entonces cuando vi como Flavio le entregaba la nota a Poncio Pilatos y lo seguía al interior del palacio.

Barrabas corría por las escaleras abajo rebosante de alegría, al llegar al final se volvió y miró como se llevaban a Jesús hacia un patio dentro del palacio donde le harían cargar un enorme y pesado palo. 'Ese hombre debería ser yo' - pensó por un segundo y sólo por un segundo - se dio la vuelta y se perdió entre la multitud.

Jesús desapareció de nuestra vista. Todos estábamos acongojados; Jesús estaba ya casi muerto.

Aquello empezaba a despejarse, todos iban saliendo comentando lo acontecido; unos iban riendo otros con la cara blanca. Algunos habían vomitado al ver a Jesús chorreando sangre. Flavio tardaba ¿era eso buena señal o mala?

Era mala, al cabo de unos minutos apareció por lo alto de la escalinata y atravesando nuevamente el cordón de legionarios que procuraba la seguridad del juicio llegó a nosotros.

Su rostro delataba la noticia.

- Llegamos tarde - dijo, dándome la carta. Miró a María y a Magdalena, les hizo una reverencia con la cabeza en muestra de respeto y luego me abrazó despidiéndose.

Lo leí, Pilatos negaba de su puño y letra mi petición. El juicio se había celebrado y había dictado sentencia.

Nos echamos a llorar.