El Cabo Suelto de Dios

3

Serían sobre las ocho de la mañana del sábado, alguien llamó a la puerta del despacho de Albert, éste se levantó serenamente, la noche anterior sólo fueron tres copas, David suele ser convincente cuando se lo propone.

- Buenos días, señor Braum - saludó Albert abriendo la puerta; delante suyo, un acicalado y más tranquilo Joseph, portaba un paquete bajo el brazo.

- Buenos días, señor Bernstein, siento molestarle en sábado pero es urgente, creo que lo que tengo aquí - dijo dando palmadas sobre el paquete - es sumamente interesante.

- Bien, me tiene usted intrigado, veamos de qué se trata - invitó mientras señalaba con el brazo su mesa de despacho.

- Sí, sí, desde luego - asintió el anticuario, una vez dentro, suavemente colocó encima de la mesa la caja que sacó de la bolsa que traía; con sumo cuidado la abrió y Albert pudo ver la tela gruesa doblada con esmero que envolvía el libro. Como si se fuese a romper Joseph desenvolvió el manuscrito y lo posicionó delicadamente frente al profesor; el cual, sentado tras su mesa de despacho, observaba con extrañeza las hábiles maniobras de desempaquetado del anticuario.

- ¡Corcho!... Joseph..., no creo que tanta...

Su voz paró al tiempo que su vista se fijó en las enormes tapas de cuero grueso del libro, éste era grande en tamaño; se abría de izquierda a derecha, inmediatamente supuso que lo escrito iría de derecha a izquierda que era como se escribía en arameo y en general en cualquier sistema de escritura consonántico como el fenicio, el hebreo o el árabe, que no escriben las vocales; primero pasó las yemas de sus dedos por la inscripción grabada en la parte superior, luego las que se encontraban en la parte de abajo, dijo algo entre dientes como si leyera éstas, el anticuario no llegó a entender; el semblante de Albert se volvió serio y su mirada interrogadora. Observó un momento a aquel hombre pequeño y barrigudo y abrió con sumo cuidado el libro por la primera página; la miró de arriba abajo, luego la acarició con su mano derecha; sin llegar a tocar la hoja colocó el dedo índice sobre la primera línea y comenzó a hablar entre dientes de nuevo mencionando palabras sueltas, al quinto renglón paró súbitamente refunfuñando para si '¿Tolomeo?' a la vez que alzaba la vista hacia Joseph que lo observaba de pie con mirada interrogante.

- Siéntese, se lo ruego - pidió.

- No se preocupe señor Bernstein, dígame si le interesa dedicarle algo de tiempo, unas pequeñas traducciones que nos guíen hacia una más seria investigación, un pequeño estudio que delimite su originalidad y hacernos ver que no es un fraude, no le pido una tasación completa del libro. Ya lo ve, la composición de las hojas, bueno no es más de lo que se puede observar, quiero decir que no tiene una encuadernación cuidada, más bien basta aunque muy firme, carece del todo de complementos ornamentales, pero no sé... la escritura impresa es tan... bueno usted goza de mi total confianza, se lo dejaré a su cuidado para su estudio si así lo desea, no me gustaría molestarle más de lo debido.... - intentaba explicarse entrecortadamente.

- ¡Oh! sí , claro que sí Joseph, como usted dice parece interesante; déjemelo, claro, déjemelo - decía Albert con cierto grado de excitación - déjemelo una semana, llámeme la semana que viene o pásese por aquí directamente si lo prefiere - concluyó levantándose.

- Gracias señor Bernstein, ¿cree que tendrá algún valor, digo..., gran valor? - preguntó Joseph mientras Albert le pasaba el brazo por encima de los hombros y lo acompañaba a la puerta.

- No lo sé amigo mío, es prematuro - contestó complacientemente.

- Sí claro - asintió el anticuario.

- ¿Alguien más sabe de su existencia?, pregunto si se lo ha contado usted a alguien.

- No, aparte de la mujer que me lo ha vendido evidentemente, creo que no, sólo se lo he comunicado a usted y prometo no contárselo a nadie - contestó Joseph al que alegraba esta precautoria última pregunta del señor Bernstein.

- ¿Una mujer?

- Sí, con aspecto árabe y rasgos judíos, muy bonita, ayer entró en mi tienda y me lo vendió; necesitaba el dinero y no quería responder preguntas, seguramente es una reliquia de familia.

- Así debe seguir hasta que no sepamos lo que es, entiendo yo - insinuaba el profesor.

- Si es una reliquia será de gran valor, puede ser un tesoro... - informaba Joseph en voz baja y una pizca de avaricia en la mirada mientras se paraba de espaldas a la puerta mirando fijamente a Albert.

Con una suave palmada en la espalda lo despidió, asintiendo 'sí, bueno, ya veremos'.

Nada más cerrar la puerta, Albert corrió hacía su mesa entrando en la silla como antaño entraba en las butacas del cine en sesión matinal; respiró hondo y volvió a mirar la primera página ¡Tolomeo!, leyó para si sorprendido, entonces se fijó en lo que Joseph le había comentado, la composición del libro por hojas de distintos materiales; agrupadas de dos en dos o de tres en tres parecían concentrar episodios diferentes; pergaminos, telas y pieles conformaban aquel tomo. Escritas de derecha a izquierda, ordenadas en ese sentido e intercaladas. Reconoció el arameo asmoneo y nabateo en muchas de ellas.

Comenzó a pasar de hoja en hoja observándolas todas y traduciendo en mente palabras sueltas, a mitad del volumen paró bruscamente, murmuró la traducción de una palabra y se dispuso a traducir la frase que la contenía; los ojos se le abrieron hasta casi salir de sus órbitas, de pronto empezó a sudar, pasaba las hojas de dos en dos, se paraba, volvía atrás mirando cuidadosamente y luego otra vez hacía delante hasta llegar a la última página; dos manchas redondas se encontraban al final de la última hoja del libro, pasó sus dedos por encima de ellas retirando la mano súbitamente, le pareció que estaban calientes, eso hizo que se retirara del libro y se recostara contra la espalda de su sillón; desde allí alargó la mano lentamente hasta volver a tocarlas, las manchas estaban calientes; se incorporó de nuevo, respiró profundamente para tranquilizar su agitado corazón y las miró detenidamente; de color oscuro parecían las manchas de dos gotas de algún líquido con propiedades caloríficas extrañas, parecían de tinta desde luego, se dispuso a traducir los últimos renglones del libro; de un salto se puso en pie con tal violencia que el sillón salió disparado contra la estantería llena de libros que tenía detrás, quedó de pie mirando fijamente el libro desde su posición inconscientemente alejada.

Se dirigió de improviso hacia unas de las repletas estanterías que rodeaban impasibles a todo aquel que estuviera en la habitación, apartó uno de los tomos que allí dormitaban para sacar desde detrás un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas; hacía siete años que no fumaba pero cambiaba el paquete de tabaco cada cierto tiempo, cuando quisiera fumar debía tener un cigarrillo y ahora quería fumar.

'Bien, son las nueve y cuarto de la mañana, a las dos de la tarde aparecerá David para ir a almorzar' - pensaba mientras daba profundas caladas al cigarro y observaba el libro desde la puerta del balcón que mantenía abierta como vía de escape para el humo. El bonito jardín de la universidad caía delante de aquel balcón, éste era el edificio de los despachos de profesores, independiente de la universidad, daba por el ventanal a su elegante entrada, se respiraba tranquilidad aquel soleado día, era sábado y no había casi ningún estudiante por allí. Apagó el cigarro en algo que no era un cenicero, apresuradamente empezó a buscar algunos libros de su extensa biblioteca particular, extrajo cinco ejemplares de ayuda, una libreta en blanco y un bolígrafo, apartó todos los demás libros que se encontraban encima de la mesa; se preparó una taza de café, disponía de su propia cafetera, y se sentó.

Cerró el libro y lo abrió por la primera página de nuevo, ahora empezaría a traducir palabra por palabra hasta conformar frases y frases hasta completar párrafos; aunque él mismo dudaba que esto fuera posible, pero se puso a ello como si el fin último de todo su aprendizaje fuese traducir ese libro.

Conforme pasaba el tiempo avanzaba en la traducción y se acrecentaba su desasosiego con ella; su nerviosismo era patente en aquella otra cosa que utilizaba ahora como cenicero, el acoso a la pequeña cafetera eléctrica de marca japonesa era continuo, el mecerse los cabellos con ambas manos y coger el bolígrafo era un solo movimiento; leía frases completas en voz alta para así constatar al oírlas que no se auto engañaba. Cuatro horas de posturas y miradas pensativas e interrogantes acosaron al negro libro; - 'debo comprobar la edad de este libro' - pensaba Albert , - 'debo cerciorarme; ¡Joder, joder!, si es lo que pienso que es, ¿cómo hacerlo público?; pobre Joseph no sabe ni se podrá imaginar nunca lo que tiene entre las manos; esto le sobrepasa a él y a cualquiera; ... y David estará al llegar, necesito ayuda; que cara pondrá cuando se lo cuente, David es un profesional y sabrá estar a la altura'.-

Cerró el libro, había traducido dos páginas y media y una gran sonrisa nerviosa arqueaba sus orejas, se sirvió otra taza de café y encendiendo otro cigarrillo se dispuso a esperar a David. La sonrisa se le iría transformando en pequeñas risas entrecortadas; no se lo podía creer y los nervios le traicionaban de esta manera; él era un hombre serio y acostumbrado a las sorpresas de la historia que él mismo recuperaba en sus traducciones, pero todas juntas abultaban como un grano de arena al lado del Everest.