El Cabo Suelto de Dios

30

No era un hombre cualquiera, se llamaba José de Arimatea y fue parte fundamental de las siguientes etapas del plan. A su lado se encontraba otro hombre, se llamaba Nicodemo.

Entre los tres bajamos a Jesús de la cruz.

José de Arimatea era tío de María, miembro del Sanedrín, un hombre mayor, sabio y bueno; admiraba a Jesús en todos los sentidos, no por ser familiar suyo sino por creer en el lado espiritual del trabajo de Jesús, algo así me pasaba a mí. Enseguida simpaticé con él. Por mediación suya consiguieron el permiso de Poncio Pilatos para enterrar a Jesús. Para ello disponía de un sepulcro no muy distante de allí, separado pero a muy corta distancia de éste tenía una casita de campo pequeña; las instrucciones eran llevar el cuerpo al sepulcro y dar sepultura a la vista de todos.

Así lo hicimos.

Íbamos los cinco; José, Nicodemo, Magdalena, María y yo. Otra mujer nos acompañaba con la cara tapada y mirando al suelo. Venían también los dos soldados encargados de la custodia del cuerpo durante tres días. Allí se encontraban muchos curiosos y miembros del Sanedrín. Se trataba de una cueva excavada en una colina, un paraje solitario, la casita de José no se veía desde allí. Era un sepulcro de gente adinerada, una amplia habitación de roca; allí tendimos el cuerpo de Jesús sobre una gran piedra llana y lo cubrimos con una tela de lino. Su cuerpo estaba limpio de sangre, pues antes de introducirlo Magdalena le limpió el rostro, los brazos y las piernas; mostraba los signos de su tortura, tenía todo el cuerpo lleno de llagas. María lloraba desconsolada.

Salimos del sepulcro y se dispusieron a taparlo con una gran piedra redonda; se necesitaban de cuatro o cinco hombres para moverla, yo les ayudé. Momentos antes de que se cerrase lo miré una vez más.

Se acabó. La losa redonda cerró por completo la abertura del sepulcro. En ese momento dejó de llover. Se dejaba entrever alguna estrella en el caer de la tarde y el viento se calmó al instante. Nadie quedó allí, de ello se encargarían los romanos, no querían curiosos ni tumultos. Un soldado se sentó en el suelo sobre su escudo a descansar con la espalda echada sobre la gran piedra y otro permaneció de pie junto a él, no quería mancharse de barro y tampoco era cuestión de jugársela enterrando a Roma en el fango. Comenzaba su guardia.

Les dijimos que permaneceríamos allí cerca velando a Jesús esos tres días que duraba su trabajo. Y que si necesitaban algo no dudaran en pedirlo.

Me dirigí con los hombres y las dos mujeres hacia la casita de José. Cuando llegué allí me sorprendí al ver a la mitad de los hombres de Jesús sentados al fuego. Todos serios y con cara amarga, pero resueltos. Me saludaron con abrazos solemnes. Me habían estado observando en todo momento y agradecieron mi comportamiento de apoyo a María y Magdalena durante esas horas. No sé por qué pero intuía que aquello no había terminado.

Allí estaban Pedro, su hermano Andrés, Mateo, Simón Zelote, Santiago El Mayor y Felipe. El eje duro del grupo. También estaba Juan.

- Teníamos orden de dispersarnos - decía disculpándose Pedro - Lo entenderás ¿verdad?- Me preguntó.

- Desde luego - le conteste y arremetí con otra pregunta - ¿Qué hacemos ahora?, en lo que a mí respecta creo que debéis darme todos los documentos según dijo Jesús ¿no?, ¿estáis aquí para eso? Intuyendo que la respuesta era 'no'.

El Mesías debe resucitar.

Y lo tenía que hacer esa noche. No se podía esperar al tercer día; lo que pasaría al tercer día fue su descubrimiento al mundo y consagración de la fe.

Dos tazones de un cocido de cordero estaban humeando sobre la mesa. Sin preguntar nada Magdalena se peinó, secó sus lágrimas y se maquilló para eliminar los signos del llanto, recogió su larga melena en una cola que depositó suavemente sobre su hombro izquierdo cayendo sobre su pecho; deshizo un poco los cordones que unían su blusa por arriba y terminando de ajustarse la falda salió con los dos tazones. Iba a por los soldados.

Entonces lo entendí. Aquí había mucho trabajo por realizar todavía, exigí saberlo.

Lo que me contaron me asustó; un desasosiego se mezcló con la bilis de mi estómago y ahogó mi alma.

Magdalena, como después me contó ella, llegó a donde estaban los dos soldados. Los encontró alrededor de un fuego que habían hecho, pues la tarde era fría. En seguida la reconocieron como a una de las mujeres que acababan de estar allí, pero ahora lucía una amplia sonrisa y un generoso escote. La belleza de Magdalena los llenó de alegría en sus partes bajas. Los soldados llevaban sin estar con una mujer bastante tiempo; aunque ahora estaban de servicio, siempre se agradecía unas vistas como las de Magdalena, pues ésta poseía varios lugares en su cuerpo donde posar la mirada. Empezó a tontear con ellos.

- Hola legionarios - dijo.

- La cosa pinta bien - se cuchichearon.

- Os traigo algo caliente - dijo haciendo énfasis en la última palabra.

- No me digas - dijo uno de ellos - es eso que humea o eres tú - rieron a carcajadas.

-Lo que humea, soldado. La tarde cae, pronto llegará la noche y la madre del reo se acuerda de vosotros.

Aquello olía mejor que su cordero seco que tenían para comer y que acompañarían con un trozo de pan aún más seco.

- Se agradece - dijo uno de ellos - pero pruébalos tú antes. Desconfiaban al estar avisados por el Sanedrín de las intenciones de Jesús, que según él profetizaba, al tercer día resucitaría. Acababan de enterrarlo y tenían la guardia baja, pero con todo desconfiaron, era su trabajo.

Magdalena probó el caldo y comió cordero de los dos tazones. Acto seguido los soldados cogieron los tazones y empezaron a comer, 'gracias guapa' diría uno de ellos despidiéndola.

Regresó a la casa y se sentó con nosotros; todos estábamos en silencio, José de Arimatea que se encontraba fuera de la casa entró y dijo: 'todo está preparado'.

- Esperaremos a la señal - dijo Pedro.

Y la señal se produjo; Magdalena cayó sobre la mesa dormida como un tronco, no se golpeó la cabeza contra la mesa pues le habían colocado unas mantas dobladas.

Pedro me contó que Jesús había inventado una especie de elixir del sueño con el aceite más puro que Santiago extraía. Sabían que los soldados harían que Magdalena comiera y eso no suponía ningún problema pues no existía riesgo para la salud alguno. Al revés despertaría de uno de sus mejores sueños. Había que esperar hasta que Magdalena no pudiera mantener el equilibrio, entonces el elixir estaba a pleno rendimiento. Lo mismo pasaría con los soldados; al despertar encontrarían todo tal y como estaba al dormirse y hasta se sentirían mejor, por lo que no se preocuparían de ello.

Los hombres salieron, eran la dos de la mañana. Encontraron a los soldados dormidos como niños. Agarrados a sus lanzas y con una enorme sonrisa cada uno.

No les costó correr un poco la piedra, sacar el cuerpo y volver a cerrar más de cinco minutos. Dejaron el sudario que cubría a Jesús sobre la piedra donde reposaba el cuerpo, lo dejaron extendido tal y como estaba, humedecido por el aceite que Magdalena había empleado para limpiar a Jesús, su figura y rostro aparecían como dibujados; todo calculado debía parecer una resurrección y no el robo de un cadáver.

Había charcos y esto cubrió sus huellas. Las de la piedra cayeron encima de las que ya había, no se notaba.

Se lo llevaron a la casa de José. Entraron y atravesaron el pequeño salón, el cuerpo sin vida de Jesús pasó por delante de mí. Lo llevaban a la parte de atrás de la casa, allí se encontraba un gran horno redondo de hacer pan; estaba lleno de leña y grandes ramas de lavanda y romero secas; Juan le prendía fuego. Me quedé angustiado y sin habla, iban a quemar el cuerpo de Jesús.

Ya lo sabía pues me lo había contado Pedro cuando se lo exigí pero la angustia se acrecentó con el momento; en ese instante quise estar al lado de María, la cogí de la mano para ver el definitivo desenlace de Jesús.

Mientras la leña ardía, Pedro daba las penúltimas instrucciones.

- Nos veremos todos mañana a las cinco en el sitio acordado, vosotros salid ya - les ordenó a varios de ellos que no obedecieron, Pedro lo entendió y dijo: meted el cuerpo.

Todos llorábamos otra vez.

Entre tres metieron el cuerpo de Jesús dentro del gran horno. Grandes ramas de lavanda y romero ardían por todo el patio. El cielo despejó y una gran luna con estrellas saludaba al alma de Jesús.

Mientras veíamos como Jesús ardía. Le dije a María:

- María he aquí a tu hijo.

Ella me contestó:

- Tolomeo he aquí a tu hijo.