El Cabo Suelto de Dios

32

Guerrearían una vez más pues aquello era su guerra; el engaño su aliado y su enemigo todos los demás. Entonces entraron las mujeres cargadas con ropas nuevas, limpias y planchadas; María venía con ellas; no la veía desde que nos separamos en la casa, desde que me dijo lo que me dijo, pues ella se fue en el carro de Magdalena y yo me vine en otro carro con Pedro.

Cuando entró al salón nos miramos, le vi el alma. Su mirada con la mía se sostuvo un instante en el cual la observé como hace treinta y tres años. La retiró y me pareció ver un atisbo de vergüenza. Dejaron todas aquellas vestiduras de sacerdote encima de la mesa.

Me preguntaba qué pasaba, qué era lo que faltaba y qué quedaba por hacer y sobre todo qué tendrían que ver todos aquellos vestidos del Sanedrín con ello. Pedro observaba mi cara de sorpresa, y se reía. Y como en los viejos tiempos, cuando Jesús aún estaba vivo, se dispuso a organizar con ímpetu y autoridad a sus hombres: porque bien mirado, ahora eran los hombres de Pedro.

Empezó diciendo: Somos muy descorteses, el amigo Tolomeo no se entera de nada ¿quién se lo explica mientras busco la de mi talla? - y empezó a rebuscar entre las túnicas de sacerdote del Sanedrín.

Y fue Judas Tadeo quien me lo explicó; segunda sorpresa para el grupo, que escuchaban sentados bebiendo leche mientras Pedro sacaba una túnica del montón. Ahora le tocaría buscar a Andrés.

Tadeo, el más callado de todos, el más introvertido; había días en los que no se le escuchaba sonido alguno salir de su boca: hoy hablaba por segunda vez. Todos esperaban escuchar ansiosos una frase entera de aquel hombre sin barba y pelo alborotado. Una cosa era distinta en su rostro, había perdido su perenne mirada triste. Hoy había luz en sus ojos.

- Tolomeo, falta por hacer lo más importante - dijo - falta la Resurrección.

Puse cara de no entender.

- Ya no hay cuerpo. - le dije.-

- Sí, pero deben saberlo.

Todos callaron, jugaban otra vez. Y cada vez que jugaban se jugaban la vida según las leyes de los romanos y de los judíos. Y esta vez jugaban con el Sanedrín y Roma a la vez.

-Hay que mover la piedra - continuó - desplazarla completamente. No sólo la abertura para que quepa un hombre, eso parecería un robo y nosotros queremos un milagro, el último milagro de Jesús, el milagro en el que basará su fe, el Milagro de la Resurrección.

Y en esto consiste: ahora saldrá Juan para el sepulcro e informará a los legionarios romanos que guardan la puerta de un recado del Sanedrín. Les dirá que miembros del Sanedrín vendrán esta noche para premiar a la guardia. Mañana se cumplen tres días y de madrugada vendrán aquí para repartirles dinero. Sobre las tres y media de la mañana, después de la ofrenda del sacrificio en el templo. Deberán llamar al resto de sus compañeros, deben estar todos. El Sanedrín quiere congraciarse con Roma premiando a sus hombres.

Esto lo hará Juan dentro de dos horas con el cambio de guardia para la noche, entonces habrá allí cuatro legionarios, los dos salientes avisaran a los otros cuatro componentes de la guardia y acudirán todos al sepulcro a las tres de la mañana o no tendrán recompensa.

Nosotros somos el Sanedrín.

- No entiendo, no es mejor abordar a dos que a ocho.- pregunté.

- No..., deben estar todos; esto nos abre dos vías, estarán más confiados y alegres, estarán más pendiente del oro que de otra cosa, son ocho ¿Qué puede pasar?, haremos el reparto en un sitio retirado pero no mucho, sin levantar sospechas, abandonarán la puerta durante un momento; el que aprovecharemos para mover la piedra.

La segunda vía es que nos pillen. Entonces pondremos oro sobre la mesa, por ello deben estar todos, nadie debe hablar, así evitamos complicaciones futuras. Esto hay que evitarlo a toda costa, nos robarían seguramente, no se sabe; ofrecerles más de lo que llevamos es una opción, pero eso sería ya para salvarnos nosotros; todo el proyecto se va a pique.

Cuando acabó de hablar, lo tenía todo muy claro, unos harían de Sanedrín y otros de ladrones de tumbas.

Para entonces Andrés tenía su túnica de sacerdote, Tomas la suya, así como Felipe y Mateo. Quedaban pues los dos Santiago, Bartolomé, Tadeo y Simón Zelote para mover la piedra. Había que moverla rápido y menos de cinco hombres no era viable.

Pedro cogió la túnica que sobraba y me dijo: 'toma ésta, cuando el Sanedrín sale a alguna gestión oficial salen como mínimo seis sacerdotes. Te estará buena, Jesús nos dio tus medidas hace tiempo'.

También hacía tiempo que sentía que mi vida no la decidía yo.

Esperamos durante unas horas, hablando de cosas sin importancia, Pedro quería la relajación en sus hombres; la tensión aumentaría el estrés del grupo conforme pasaran los minutos, que desembocaría en nerviosismo al final y eso era malo, Pedro quería a sus hombres en tensión a la noche, no ahora. Pregunté por María; no estaba, había ido con Magdalena al sepulcro a rezar; todo debía ser normal, nada podía levantar sospecha. Los soldados de la noche anterior no estarían por el día; estos tampoco dieron alerta alguna, Juan los estuvo espiando; por hacer, hicieron como si no se hubieran dormido, era lo que les convenía. Juan salió para el sepulcro cuando debía.

Llegó la hora señalada por Pedro, repasamos el plan; Mateo hablaría y Pedro llevaría el oro para el premio; los demás callados a su lado. El grupo de Santiago permanecería al acecho hasta que la ocasión fuera propicia para desplazar la piedra; estaban seguros de que ésta se daría; estábamos hablando de oro y legionarios romanos.

Salimos para el sepulcro en mitad de la noche, sobre las tres de la mañana; los salteadores de tumbas salieron a caballo. Los sacerdotes, aun sin vestir pues lo haríamos momentos antes de llegar para evitar imprevistos, iríamos en tres lujosos carros de dos plazas. Durante el trayecto no pasó nada. Un poco antes de llegar allí nos cambiamos de ropa a un lado del camino y a escondidas. Esperamos un poco, había que hacerse esperar; los legionarios deseaban ver aparecer unos sacerdotes del Sanedrín con dinero y la espera los excitaría aún más; las posibilidades de dejar solo el sepulcro durante al menos un minuto subían.

- Vamos - dijo Pedro; encendimos las antorchas y nos dirigimos hacia la tumba despacio.

Al llegar sólo vimos cuatro legionarios que nos saludaron, querían llamar nuestra atención. Paramos un poco alejados del sepulcro, en una especie de recodo desde el que no se veía la enorme piedra que lo cerraba.

- Llegaos aquí soldados, somos el Sanedrín; no podemos acercarnos más a la tumba del blasfemo. Es impura. - gritó Mateo. Recibiréis aquí vuestra recompensa.

Se miraron y no lo pensaron dos veces. Los cuatro legionarios cargados con escudo y lanza se dirigieron a ellos corriendo. Al llegar Mateo les increpó - ¿No sois ocho?

- Los demás no pueden venir, dadnos su parte y nosotros se la haremos llegar.

- No es lo convenido - dijo Mateo pues suponía que los otros cuatro ni siquiera se habrían enterado del reparto.

Y así era, cuando Juan les comunicó la noticia, los salientes no movieron un músculo por ir a avisar a los demás.

- ¿Hay algún problema? - dijo amenazante el romano, moviendo de un lado a otro su larga lanza.

Y lo había.

Mateo dudaba; si algún romano no cobraba y se enteraba del reparto de sus compañeros los acusaría en público y todo se podría destapar.

Había otro problema, otro pequeño problema; en esa unidad las guardias de noche siempre se repetían, eran los mismos hombres quienes la hacían pues ya tenían el sueño cambiado. Así lo había decidido su decurión. Les era más fácil aguantarlas; por eso aquel soldado que se encontraba detrás del que hablaba se extrañó mucho del sueño de su compañero y suyo la noche anterior, lo achacó al agotamiento de un día anormal; de todas maneras todo estaba igual, nada había pasado y se encontraba bien. Esa tarde cuando acudió al relevo y le dieron la noticia del reparto se fijó en una de las mujeres que rezaban, ahora no enseñaba tanto y eso le extrañó, algo no iba bien. Lo que terminó de verificar cuando me reconoció como uno de los que enterraron a Jesús y que estaba en el segundo carro vestido de sacerdote del Sanedrín.

Me vi observado por el romano al que reconocí de la guardia de la noche antes e intenté ocultar mi rostro bajo la capucha del vestido. El romano sonrío y movió la cabeza señalando a Mateo. Estaba claro lo que quería.

Antes de que se pronunciara Mateo dije:

- Mateo, dales el oro, estoy convencido que estos señores lo repartirán entre sus compañeros como buenos hermanos.- Mateo y los demás me miraron extrañados. No era ese el plan.

- Dáselo insisto, es lo correcto por su trabajo. Pedro me miraba a los ojos y me sonrió.

Se volvió y les dio un saco con oro, suficiente como para que aquellos hombres se retiraran de su trabajo y vivieran cómodamente toda su vida. Abrieron el saco allí mismo y le acercaron una de las antorchas; su cara se iluminó con el resplandor de las monedas y joyas.

El otro grupo, los ladrones de tumbas, estaba vigilando a los romanos sin ser vistos, la noche les protegía, iban vestidos todo de negro; en cuanto los romanos se fueron a por el oro corrieron hacia la gran roca; al llegar allí empezaron a empujar y... a resbalarse; a resbalarse mucho; la noche anterior había charcos y los pies se asentaban mejor; además sólo la tuvieron que empujar un poco, lo suficiente para sacar el cuerpo de Jesús. Ahora aquello era un barrizal rojizo muy resbaladizo. Empujaban la piedra y ésta les devolvía el empujón hacia atrás, haciéndoles caer de bruces incluso. Aquello se complicaba.

Entonces Bartolomé se tendió en el barro al lado de la roca, dijo 'sólo necesitamos que se mueva un poco, el resto será fácil, pisad sobre mí no sobre el barro'. Así hicieron, Bartolomé les sirvió de punto de apoyo, se apoyaron en sus piernas, sus nalgas, su costado... en todos los sitios menos la cabeza. Lo pisaron enterrándolo y casi se ahoga. Hubiera sido mejor poner piedras, se decían mientras pisaban las carnes de Bartolomé; - no las hay tan grandes - decía Bartolomé escupiendo barro.

Aquel oso humano llevaba razón, además tardarían más tiempo en ponerlas y quitarlas, tiempo que no tenían.

La gran piedra cedió y todo fue más fácil. Se deslizó por completo. No esperaron más y salieron corriendo colina arriba.

Santiago El Menor se paró en seco a los diez metros. Miró hacia atrás y se volvió corriendo - 'venid al menos uno' - dijo.

Todos pararon y miraron hacia el sepulcro, desde allí arriba se veían las huellas de sus resbalones; indicaban claramente que la piedra había sido empujada.

Santiago se tendió en el suelo de espaldas, extendió los brazos y empezó a batirlos como si fueran alas borrando las huellas del barro, asimismo abría y cerraba las piernas intentando lo mismo. Su cabeza se hundía en el barro.

Mientras acudía en su ayuda, Tadeo se fijó en lo que estaba haciendo y estirándose de espaldas en el barro hizo lo mismo.

Cuando vieron que era suficiente, temiendo que los soldados aparecieran, se levantaron y subieron a toda prisa por la colina que servía de manto al sepulcro. Miraron desde arriba el resultado de su idea.

Ya no había huellas, ahora había dos figuras dibujadas en el barro que parecían las de dos hombres con alas.

Huyeron de allí.