El Cabo Suelto de Dios

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Y una vez de vuelta en la casa de José de Arimatea al atardecer, todos nos felicitábamos. En nuestras caras y voces se mezclaban la alegría y la tristeza, la una se dejaba vencer por la otra poco a poco. Se acercaba la separación.

Mateo se vino hacia mí y agarrándome de los dos hombros, me besó en la mejilla y me dijo: 'gracias'. Yo correspondí con una sonrisa sincera y asentí con la cabeza, ya éramos amigos.

Pedro le había contado como se dio cuenta de que aquel soldado me había reconocido y elogió mi actuación, era la salida adecuada; si Mateo discute con los soldados, probablemente todo se hubiera venido abajo. Aquel legionario vio clara la situación, él quería ver a las gentes del Sanedrín y su oro, y no a los amigos de Jesús, que le acarrearían informes, quebraderos de cabeza y seguiría haciendo guardias sin dinero. Así que con el gesto con la cabeza me decía: 'dile que nos dé el dinero y me callo'.

Uno a uno se fueron marchando y uno a uno me despedí de ellos para no volver a verlos jamás. Tan sólo a Pedro. Sus destinos se guardaron en secreto. Viajarían por parejas y luego se separarían donde les interesara. Yo viajaría solo.

Había tratado a unos más que a otros.

El bueno de Bartolomé con su grandes mofletes colorados y Tomás el calco de Jesús salieron los primeros, el adiós con Bartolomé, como con todos, fue un fuerte abrazo. 'No me aprietes mucho que me duele todo el cuerpo', todos rieron la ocurrencia al recordar el martirio a pisotones de cuatro hombres intentando mover una gran losa de piedra.

Tomás me sonreía. - 'Déjate querer por una mujer y deja tanto número, todo tiene su momento' - dije al abnegado Tomás. Se puso colorado y me abrazó. - 'Ha sido un honor' - me dijo.

A continuación marcharon Felipe y Andrés, Felipe me dio dos besos y me recordó el episodio de los canastos -'sin tu colaboración todavía estamos comiendo pan y peces'- me dijo con una gran sonrisa. - 'Gracias por todo' - le dije

Y me dirigí a Andrés, hombre de pocas palabras, no como su hermano. Nos abrazamos.

Simón Zelote y Santiago Alfeo fueron los siguientes.

Simón me cogió por los dos hombros y besó mis mejillas 'es un orgullo ser tu hermano' dijo seriamente con voz ronca; mientras me besaba vi como la daga brillaba en su fajín.

'Santiago amigo, estimado compañero de pupitre, ha sido un placer', dije al sonrojado joven 'Y para mí un honor compartir contigo estos últimos momentos' me dijo. Nos fundimos en un cálido abrazo. Las lágrimas acudían a mí.

Luego Santiago El Mayor y Tadeo

Judas Tadeo me abrazó sonriente, 'no nos veremos más pero te llevaré en el corazón' dijo, el hasta hace muy poco, introvertido Tadeo. Le sonreí y le abracé, 'tienes mucho que ofrecer' le dije emocionado de ver lo que Jesús había hecho en aquel hombre.

Aquí empecé a llorar. Había cogido cariño a aquel grandullón de pelo en pecho. Había estado con Santiago bastante más tiempo que con los demás si exceptuamos a Pedro. Lloré más cuando vi que Santiago también lloraba. Me fundí en un abrazo con él. Tadeo nos abrazaba a ambos.

Todos me hicieron saber que cumplirían lo ordenado por Jesús y me mandarían todo el material que fueran acumulando.

Pedro, Mateo y Juan se quedarían allí. Al menos hasta cuando yo partí.

Cuando se hubieron marchado pregunté a Pedro: ¿Dónde está María?, ¿Volverá conmigo a Nazaret, no?