El Cabo Suelto de Dios

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- No. Tolomeo, debes hablar con ella, está arriba en su cuarto; creo que no vuelve contigo.

Aquello me desplomó, ¿no volvería conmigo?, ¿por qué?, me figuraba el 'motivo'; tenía que hablar con ella,... no tenía 'motivo' alguno.

Subí a su habitación y una dulce voz desde dentro me dijo 'pasa Tolomeo'.

Entré y la vi sentada en una mecedora de caña alta, leía. La habitación irradiaba paz.

- ¿Qué lees?

- Una carta de Jesús. Me dijo.

Dos velas iluminaban su delicado rostro, la belleza se aferraba a él y se resistía a salir escupida por los años. En sus ojos los restos de lágrimas acrecentaban la ternura de su mirada. La emoción la embargaba aunque sus manos manchadas por el tiempo sostenían firme el papel.

Miré la carta y no dije nada, con cuidado la guardó en el cajón de la mesita. La besé dos veces en las mejillas.

- Tenemos que hablar María, ¿por qué no vienes conmigo?, ¿qué vas a hacer? tu casa está en Nazaret, allí está tu gente - le dije.

- No puedo ir. - me contestó.

- Es por lo último que me dijiste, por lo de Jesús; no puede ser mi hijo, te lo aseguro; tú me querías y yo te quise, y aquella única vez fue imposible que te quedaras en estado, créeme - le dije, aquello la hizo llorar.

- No conocí otro hombre, ni siquiera a José que me repudiaba en silencio pues me aceptaba en público para que no me apedreasen - me dijo llorando, moviendo la cabeza en signo de negación y mirándome fijamente a los ojos, pedía compasión. Empecé a llorar yo también. Yo estaba seguro de lo que decía.

Pero le volví a ver el alma. Y esta vez comprendí.

Comprendí que aquello la volvía loca; debía ser mío o de... Dios; Dios se lo decía en sueños que me contaba y que no soportaba, eran pesadillas, en ellos veía la muerte de su hijo.

Hicimos el amor una vez antes de marchar para Egipto. Fue a despedirse de mí y me confesó su amor que llevaba largo tiempo guardando pero que yo intuía y me hizo verla con otros ojos diferentes a los de simple amigo, me encariñé lo suficiente. Yo saldría para Egipto en una semana y quizás no volveríamos a vernos.

Recordé las palabras de Jesús en su carta, y dije

- Bueno tal vez...

Y sonrió.

- Es muy difícil, María, pero existe la posibilidad - mentí - no puedo negar el acto; me lo tenías que haber dicho antes - le increpé dándole a entender que admitía su razón.

- Eras un hombre muy ocupado; perdóname... dijo con la voz entrecortada por el llanto y se levantó a abrazarme, llorando; yo también lloraba con el corazón encogido.

- Además tú criaste y educaste a nuestro hijo, tú eres su padre, por eso te lo mandé, quien mejor que un padre para educar a su hijo. Sollozaba entrecortadamente, como dándole punzadas en el corazón.

Yo quería a Jesús como a un hijo, empecé a llorar más fuerte acordándome de él cubierto de sangre.

Los dos llorábamos, abrazados el uno al otro, besándonos en las mejillas y apretando nuestras caras; como dos padres que acababan de perder a su hijo.

- ¿Qué vas a hacer? ¿Dónde iras? - le pregunté mirando sus ojos húmedos que me miraban y separando su pelo mojado de lágrimas de su cara. Me cogió la mano con las suyas y la besó.

- A la costa, con Magdalena y Juan; así lo ha dispuesto Jesús. Me lo dice en la carta. Y tú ¿cumplirás tu cometido?

- Con mi vida.

Y la besé en los labios. Ella me besó a mí.

Nos miramos y nos dijimos adiós. Ninguno de los dos dijo que no nos volveríamos a ver jamás.

Salí de la habitación secándome las lágrimas de los ojos y con el resentimiento de no haberle contado la verdad.

Ahora debo marcharme y empezar el trabajo que Jesús me dejó encomendado. Para ello los baúles estaban ya cargados y preparados en una gran carreta con cuatro caballos; dos hombres de confianza contratados por Pedro me acompañarían. Ellos llevarían la carreta hasta mi casa y se quedarían con ésta y con los caballos; así lo dispuso Jesús.

Pero antes tenía que despedirme de Pedro, Mateo y Juan. De Magdalena y de Salomé.

Los encontré esperándome en el salón. Otra vez el pellizco en el estómago. Pero ya no me quedaban lágrimas.

Las mujeres se acercaron a mí. La silenciosa Salomé lloraba, tuve que agacharme para que pudiera besarme, me cogía de las orejas y me daba cachetes en la cara. La besé y la abracé.

Luego María Magdalena, más alta que yo y con el pelo negro recogido. Una gran sonrisa que mostraba sus blancos dientes y lágrimas en los ojos. Yo también empecé a llorar; aquella mujer era importante para Jesús y lo era para mí, era una más del grupo; en el escalafón ella estaba al nivel de Pedro o Mateo, se encargaba de mandar el equipo de mujeres y organizar sus funciones de limpieza y cocina; participaba personalmente en las tramas, era casi como un discípulo más. Sin embargo no estaría en la última cena, no se admitían mujeres por norma de la Comunidad. Nos abrazamos y besamos en la cara, Magdalena olía a lavanda y romero.

A continuación vendría a mí Juan; que me ofreció la mano, tal era su respeto, y yo lo abrace revolviéndole el pelo. Sonreíamos los dos. 'no te dejes engañar por las mujeres malas' - le dije - recordando el incidente con las rameras que me contó; 'no son malas, son pobres' - me dijo dándome una lección. Lloré. Vi el producto de las enseñanzas de Jesús en aquel joven. Vi a Jesús. Lo abracé fuertemente.

Luego se llegó Mateo, dijo: 'sin ti, esto no hubiera sido posible, tienes mi gratitud eterna', me abrazó y me besó la cara..., le correspondí con otro abrazo. Sobraban las palabras con Mateo.

Pedro venía hacia mí con los brazos abiertos de par en par y riéndose, 'en mi caso esto no es un adiós sino un hasta luego'. Aquello me reconfortó, algo me uniría a aquel grupo. Nos abrazamos fuertemente. Detrás suyo apareció alguien quién no había visto hasta ahora por esconderse detrás de su padre. La preciosa niña que me dio paso a la tienda de Pedro la primera vez que lo visité. La besé agradeciéndole aquel gesto mientras recordaba lo equivocado que estaba por aquel entonces con Pedro y los demás.

Desde la puerta me volví, intenté hablar pero no pude.