El Cabo Suelto de Dios
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"Segundos antes de la medianoche del viernes en el aeropuerto de Tel-Aviv, un gran coche negro frena bruscamente en uno de los aparcamientos frente a la puerta de entrada; cinco hombres de apariencia árabe, altos, casi iguales, vestidos con extrañas ropas que denotan su procedencia del desierto bajan del coche tomando cada uno una dirección distinta conforme entran en el aeropuerto; estaba claro que buscan a alguien, dos se dirigen a los mostradores de obtención de tarjetas de embarque y despachos de las compañías, otro a la cafetería, un cuarto a la zona de embarque de salida internacional y el quinto a la sala de espera.
Este último goza de más suerte que el resto en la localización de lo buscado, situados al fondo de la sala de espera una mujer y su acompañante cruzan sus miradas con el extraño hombre. El acompañante se levanta y cogiendo de la mano a la mujer intenta huir por la otra puerta, pero ésta frena su avance sin levantarse, haciéndolo sentar de nuevo; no vale de nada seguir huyendo.
En un momento los cinco hombres reunidos en la sala de espera caminan hacia la pareja, uno de ellos queda de pie frente a ésta, uno a cada lado y dos detrás, sus serios rostros no dejan lugar a la duda: mejor colaborar. El que queda delante profiere en claro Yoruba, lengua regional nigeriana, dirigiéndose a la mujer:
- ¿Dónde está?
- No nos hagas daño, Hassan, no tenía otra salida - dice la mujer entrando en llanto.
- ¿Dónde está? - repite.
- Lo he vendido - musita asustada.
- ¿Cómo?, - interroga el hombre cogiéndola por los hombros y zarandeándola como si de un muñeco en manos de un niño se tratara - ¿cómo has podido?, ¿a quién?, ¿dónde?, ¡habla!
- Joseph Braum, un anticuario de Tel-Aviv, tiene su tienda en el centro de la ciudad, en el casco antiguo, una de las bocacalles de la calle Real; no nos hagas daño por favor - dice suplicante la mujer.
- ¡¿Qué te hemos hecho?! - grita Hassan haciendo ademán de abofetearla pero abandona la idea cuando su mano se encuentra en el punto más alto que alcanza."
Sin mediar palabra los cinco hombres se fueron corriendo por donde habían venido. La mujer se quedó llorando en el hombro de su acompañante que aún temblaba de miedo.
