El Cabo Suelto de Dios

9

Hubiera dormido más pero no era su costumbre, el domingo por la mañana a hora temprana Joseph se dirigía hacia su tienda, no había ido por allí en todo el sábado; al quedar con Albert a las ocho de la mañana había decidido finalmente llevarse el libro a su casa el viernes al cerrar la tienda, así se llegaría directamente por la universidad antes de salir a visitar a un hermano suyo a las afueras de la ciudad; no volvería en todo el día.

Al abrir la puerta de su tienda las campanitas volvieron a sonar; apenas clareaba el día lo cual acrecentaba la oscuridad del local, no se podía ver nada pero Joseph se deslizaba entre los desperdigados muebles con suma facilidad, sorteándolos hasta llegar al pequeño mostrador que daba paso a la trastienda; al correr la cortina, de pronto se encendió la luz del viejo tubo fluorescente lo que provocó el pequeño sobresalto, que se convertiría en una fría y autentica sensación de miedo al verse rodeado por cuatro altos árabes con ropajes de beduino, de sombrío y amenazante aspecto. Frente a si un hombre menos alto y más mayor que todos ellos, de blanca barba recortada y el semblante más serio que Joseph hubiera visto jamás.

- ¿Dónde está el libro? - preguntó el viejo.

- ¿Qué libro? - respondía con otra pregunta de la cual sabía muy bien su respuesta, para entonces sudaba por todos los lados por donde hacerlo.

- El viernes compraste un libro antiguo a una mujer, ¿dónde está?

- No sé de.... - balbuceó, el avance hacia él de los cuatro hombres más cercanos le hizo callar y tragar saliva; no era cuestión de hacerse el valiente, de hecho estaba más bien cortado para la retaguardia; esos hombres sabían lo del libro y no tenían pinta de aceptar algo que no les agradara, así que con el temblor del atemorizado logró articular: Se lo lleve al profesor.

- ¿Qué profesor? - interrogaba irritado el viejo.

- El profesor Albert Bernstein, de la universidad de historia de Tel-Aviv, se lo llevé ayer por la mañana, se lo llevé a su despacho en la universidad - dijo de un tirón; calló esperando.

- Os lo dije, lo están traduciendo - pensó amargamente el viejo con los ojos cerrados, tras unos segundos dijo: eso es lo que haremos.

Para entonces aquellos hombres no le prestaban la más mínima atención a Joseph o eso parecía; fue cuando se dio cuenta de que en realidad eran seis los árabes allí reunidos en tan poco espacio; tenía al que parecía más joven justo detrás suyo, tan cerca y silencioso que se llevó un nuevo sobresalto al descubrirlo; no parecían delincuentes ni nada parecido, más bien príncipes de cuentos antiguos; sus lujosos ropajes y adornos complementarios así se lo hacían ver; de hecho le gustaría tener algunos de esos accesorios dorados que colgaban de sus cintos, sacaría un buen pellizco por ellos. El más viejo, y quizás por ello, parecía el más "pobre" del grupo en su vestimenta. La relajación hacia su persona tranquilizó a Joseph que por un segundo pensó que vería demasiado cerca algunas de las dagas que sobresalían de los cintos de aquellas extrañas personas.

El grupo salió ordenadamente dejando a Joseph solo en la trastienda, asustado y sin querer moverse; pensó en Albert y en avisarle, de reojo miraba el teléfono sin atreverse a dar la vuelta.

El interrogatorio sufrido le hizo pensar que el viejo era sin duda el jefe del grupo, le había creído; algo no le cuadraba, si aquello era tan importante para ellos, nada le impedía avisar a Albert con lo que éste podría esquivar su encuentro, lo que por otro lado intuía no era lo más apropiado para él, tendría que huir, ¿en qué lío se había metido?; aunque no habían sido violentos aquellos hombres infundían el suficiente respeto como para que sus piernas aun no hubieran dejado de temblar; allí estaba sin saber qué hacer cuando de pronto se corrió la cortina de entrada a la trastienda, se le heló el corazón y se dio por muerto, uno de ellos se había quedado.

- ¡Siéntate! - le ordenó.

- ¿Va usted a matarme? - preguntó Joseph sin querer preguntar.

- No - dijo secamente - ¡siéntate!

El hombre alto, de perilla recortada y tez morena, se quedó allí de pie delante de la cortina con los brazos cruzados y mirándolo. Joseph se sentó y quedó mirando a su vez al alto árabe embutido en una gran capa blanca con bordes dorados, el cual no volvió a hablar. Una vez sentado y más tranquilo se fijó en la trastienda, la habían registrado pero no desordenado, cada cosa estaba en su lugar más o menos, la pequeña caja fuerte estaba entreabierta; volvió a mirar al árabe que le pareció daba unas veces rasgos judíos en su rostro y otras veces no. Qué extraño le parecía su proceder, era gente extraña y por algún motivo sintió alivio, no veía amenazada su vida.