10 - ABADÍA DE THELEMA


Invócame bajo las estrellas.

(Aleister Crowdley).

Como lo que le esperaba en septiembre no era otra cosa que el deslizamiento hacia una juventud como todas desperdiciada -el propio y privado despeño por el túnel del tiempo-, y como ninguna prisa le urgía al fin, el muchacho se fue parando allí donde quiso. Visitó así el cortijo Jurado en Málaga y la casa de las caras de Bélmez de la Moraleda, el monasterio de la Virgen de la Cabeza y la enorme cruz blanca que había en un monte adyacente a Paracuellos del Jarama. Merendó una tarde en el Monte de las Ánimas, en Soria, y besó a una chica en Belchite. Pernoctó en Oñate y en Zugarramurdi bebió un incierto brebaje que en los baños de un garito le ofreció una joven punk sin verrugas en la barbilla. Pasó un soleado sábado en el hospital abandonado de tuberculosos de Agramonte y fingió un domingo de playa en Los Alfaques. En Francia ya, recaló rápido en Colliure y se permitió una lágrima por los poetas muertos y por los muertos que no eran poetas pero habían acabado igualmente muertos. Desperdició un par de días en Lourdes, aburrido, esperando lo que no llegaba, lo que nunca vendría, y desde allí saltó a la región de Lozère y se perdió una tarde entera por los bosques que, siempre según la leyenda, arrasó en su día la bestia de Gévaduan. En Italia paró sus pies en Liguria para ver los restos de la niña bruja que recientemente habían descubierto los arqueólogos, y luego fue a Venecia y, obviando las góndolas y el olor a cloaca, huyendo de lo repetido, fue al psiquiátrico abandonado de Poveglia. Saltó desde allí a Florencia, pensando más en Cósimo que en su nieto Lorenzo pero pensando sobre todo en Savonarola, y así buscó y halló la plaza de la Signoria donde el rigorista monje, quién sabe si cuerdo o loco, había quemado en grandes piras todos los objetos de superchería gomorriana, allí mismo donde, al final de su aventura, el mismo monje había entregado a las llamas su alma hereje. Disfrutó en Bomarzo de los sedentes ecce homos y de las fantásticas bestias de piedra tal y como un niño disfrutaría en Disneylandia o un zafio en los toros, y ya en Sicilia, ahíto de vida, visitó las criptas llenas de calaveras de Palermo. Esa misma tarde una pareja de testigos de Jehová lo llevó hasta Termini Inmerese y luego unos hippies lo acercaron hasta Campofelici di Roccella. Un camionero lo dejó en un cruce a unos once kilómetros de su destino. Cuando al mediodía del día 12 de agosto de su último verano de pubertad llegó a la abadía, a aquella transmoderna Ítaca que -a falta de cualquier Bernabéu- se había inventado, el muchacho sintió desilusionado que el viaje, o al menos aquel viaje pensado desde primera hora como peregrinaje de tercera, no valía esencialmente la pena. Bebió litros de cerveza que luego, vacíos ya, rompió contra el suelo, y con spray negro pintó en las paredes esvásticas y cruces al revés y miembros viriles masculinos que expulsaban semen u orina mientras escuchaba repetidamente, en un prehistórico radiocasete, un enervante, cacofónico, brutal, imposible disco de los Phantom Limbs. Cuando se acabaron las pilas y la cinta se enredó y se desbordó por las rendijas de la pletina, el muchacho se sintió presa de un súbito aburrimiento, propio de los adultos y de los muertos, y se levantó y tomó el camino de vuelta. Nunca había sido más repugnante y grotesca, más cómica y aterradora su figura esquelética, el desastre capilar, los harapos con los que se cubría y en los que él mismo, en su ansia de comunicar algo -la única nueva posible-, había escrito prosaicos mensajes relativos al más acá, Malthus miente, Brigadas Goldstein de Resistencia Mundana, Michael Mourre for president; vagamente se sentía, y consecuentemente era, el último soldado de un ejército popular que hubiese sido derrotado sin necesidad alguna de batalla, el último Caín de una horda insana que reconociendo la propia derrota había reconocido también, afirmado en sí y para sí, una ineludible, sana y violenta victoria, postrera y definitiva y más emocional que política, más revolucionaria que política. Se alegró extrañamente de no haber llevado cámara de fotos, de haber hecho el viaje consigo mismo y no con Kodak. Hacía frío. Las entidades residentes en las paredes desconchadas y en los quebrados suelos, en los ópalos como bocas de bestiario, eran poderosas pero tímidas. En silencio le hablaban del otro mundo.