11 - LA PISCINA DEL MOCITO



Feliz el pueblo cuya historia se lee con aburrimiento.

(Charles de Montesquieu).

I

No terminaba de entrar aquella idea en la montaraz, aunque costera, mentalidad de aquellos hombres y mujeres que apenas habían sido romanizados en su día y que no suponían en la actualidad, de manera alguna, ejemplo alguno de urbanidad. Aquello de bañarse por esparcimiento y elección propia, por gusto, nunca había sido algo que cabalmente hiciese nadie. En consecuencia, todos en el pueblo le preguntaban al mocito por qué estaba empeñado en construir una piscina en la parte posterior de su casa, allí donde sin duda podría plantar unos cuantos de olivos o construir una cochera; pero él, obviando siempre la pregunta, ahorrándose las palabras que podrían haber supuesto una repuesta vaga, callaba y se retiraba educadamente. La discreción era un arma, como los dineros o las fincas, como el conocimiento y la paciencia y los propios revólveres.

Rocoso su carácter pero limpia la mirada, equilibrado su interior y férreos sus nervios como los de un hetairoi, trabajaba el mocito duramente en las tierras de los señores y ahorraba cada céntimo que podía mientras otros como él, los tres o cuatro crápulas de su generación que aún y ya para siempre permanecían solteros, gastaban sus jornales en cubateo y en cocaína, en la aburrida huida hacia adelante, en el naufragio de sus sábados, cuando no ya de sus domingos por la mañana, en los peores lupanares de las tres provincias adyacentes. Un sábado de verano, viendo que a sus compañeros ya se les estaba calentando la boca y que el vicio amenazaba con convertirlos a todos en poco más que en beodos simios empalmados, el mocito se levantó de la mesa del bar en el que chapoteaban sus conocidos, se acercó a la barra y dejó el euro y veinte de su caña consciente, tal vez, de que los hombres se hacían y se deshacían en aquellos actos cotidianos, en abrocharse el cordón del zapato al salir, en cenar algo prudente, en no acostarse muy tarde. Salió del bar y eligió el más abrupto y solitario camino de todos los que conducían a la playa. Uno de entre el grupo de sus amigos -un cuarentón retraído al que su madre compraba aún las camisas horteras que lucía siempre y con el que quizás hacía nuestro mocito más migas que con el resto- lo siguió en silencio, aprovechando él mismo la oscuridad del trayecto, y ya en la playa, en la más recóndita de las múltiples y siempre abruptas calas, en un lugar que bajo algunos parámetros turísticos pudiera considerarse paradisiaco, consiguió el amigo otear a una cierta distancia cómo -allí dónde exactamente se fundían la arena escasa y la mar bravía-, el mocito, quién lo diría, quién lo hubiera dicho, se rebozaba en la arena abrazado a una joven de pelo larguísimo, de piernas difusas, que mostraba sus pechos desnudos y que desde luego, eso estaba clarísimo, no era de por aquí.

II

La baba chorreó de los viejales apostados en los bancos y se avezó la mirada recelosa y como de cámara de televisión de las tenderas más cotillas. Todos los aldeanos se quedaron de piedra cuando un viernes al mediodía vieron arribar al pueblo un enorme camión que parecía contener en su lomo una enorme cisterna de agua. Las iniciales mesnadas de la chavalería, sucias de barro, fueron secundadas rápidamente por un enorme gentío que incluyó ya a todas las edades y a todos los grupos sociales, y así, jóvenes y viejos, pobres de caridad y potentados, los que andaban por sus pies y los que se ayudaban de muletas, los que aún guardaban alguna ilusión en su interior y los que hacía tiempo que solamente eran carcasas de carne que compraban y vendían cosas, siguieron al camión como si el camión fuese un ovni. Ya en la propiedad del mocito, traspasando los muretes de su jardín, vieron cómo el cacharro mostraba hacia la piscina su parte trasera y mediante algún mecanismo izaba un tanto, con evidente cuidado, el tanque de agua, que llenó el depósito y se desbordó y anegó el jardín del mocito y todos los adyacentes. Maravillados, con envidia pero también con renacido amor, los vecinos vieron cómo bajaba por el tobogán, deslizándose con elegancia, una bellísima sirena.