15 - CASI
Contra la maledicencia no hay escudo.
(Molière).
I
Desde su rincón, medio oculto por una pila de caja de fanta, Pepillo Martínez, más conocido en el lugar como el Cubatitas, vio a la señora Felisa salir precipitadamente de una de las caravanas de los feriantes. Observó cómo la señora se recomponía instintivamente el vestido, miraba apenas a la calle y se alejaba de la escena; Pepillo, hombre sabio aún en su condición de beodo, apuró entonces la ginebra aguada de su vaso de plástico y, tomando justamente la dirección contraria, se quitó a su vez de en medio, invirtiendo, en el proceso, mucha celeridad y no menos asepsia. No quería líos, no necesitaba líos, no podía permitirse ni un lío más, así que se fue directo a su casa y, rehuyéndole la mirada a su madre, obviando sus consejos y reprimendas, se acostó y se durmió sin más miramientos. Cuando despertó recordaba a la perfección lo que había visto y, al compulsivo ritmo del primer copazo, fue cuajando en su mente embotada el proyecto de un fabuloso negocio.
Bajó al bar y se bebió otras tantas más y luego cruzó la calle oliéndose su propio aliento a dragón. Tras dar varias vueltas en torno, indeciso, llamó a la puerta. Cuando habló lo hizo sin embargo con firmeza y con efectividad, encontrando en su interior, para expresarse, el sosiego que hacía tiempo había perdido:
-Señora Felisa... Muy buenas... ¿Me atendería usted un momento?
La señora lo miró más divertida que recelosa, pues todos en el pueblo conocían a Pepillo y sabían que, fundamentalmente, era un pobre diablo derrotado, sin remisión ya, por el litrito de cerveza en el parque al mediodía y la ginebra de garrafón en los bares de los crápulas, de madrugada. A pesar de todo, la señora Felisa mantuvo al hombre en el zaguán.
-Pepillo, lo que sea me lo dices aquí. ¿Qué quieres?
Ahora el hombre habló rápido, vomitando las palabras y con voz impostada, como si quisiera anonimizar el chantaje:
-La vi a usted salir de una de las caravanas de los rumanos que montan los coches locos...
La señora Felisa apretó los dientes como si fuese a saltar sobre el cuello del borracho, que quedó tambaleándose estúpidamente y todavía dijo unas incomprensibles palabras que ya sonaban a retirada. Todo el infundado aplomo que había sentido hacía unos momentos se le diluía ahora en las venas de alcohólico y era rápidamente conducido desde el corazón hasta el aparato excretor. Si en aquel instante la señora lo hubiese despedido con viento fresco, diciéndole anda, Pepillo, vete a tu casa que tienes a tu madre sola, el borracho, autómata, muñeco de Von Kempelen, se hubiese dado media vuelta y se hubiese marchado, y con seguridad no hubiese tenido arrestos de airear lo que ambos, enclaustrados en aquel súbitamente menguado zaguán, sabían que era cierto. Empezaba el borracho a pensar que aquello había sido una mala idea, una pésima idea; pensó confusamente que podían tal vez llegar a acusarlo de algo, de chantaje por ejemplo, e imaginó a su madre reprendiéndolo y al cabo de la guardia civil tratándolo con una condescendencia templada, exhortándolo a que la próxima vez no se metiera donde desde luego no lo llamaban. Se imaginó entonces en la barra del bar, y se añoró a sí mismo, alegre y despreocupado, comentando el fútbol en la tele y sableando a quien se dejase, robando culillos de cerveza y aceitunas de las tapas o leyendo ochenta veces el mismo pringoso Marca, haciendo la pelota a otros parroquianos con más dinero para que por pena, por aburrimiento, lo invitasen a un cacharrito; ya se daba la vuelta, ya casi huía balbuceando un perdón cuando la señora despegó con evidente esfuerzo el cemento de sus labios y dijo:
-¿Cuánto quieres?
II
Apenas un mes después de aquello dejó de verse a la señora Felisa en las calles, en las plazas y en las tiendas. Pero ¿se ha muerto?, preguntaban unos, los que bajaban de los cortijos y solo recalaban en el pueblo de higos a brevas. No, respondían los solícitos chismosos, no; está en su casa, no sale. Dicen que sufre mal de amores, que se ha puesto mala de los nervios. Pepillo, el único que a fuerza de especular llegaba a barruntar, siquiera mínimamente, lo que venía ocurriendo, no tardó mucho en confesar a sus compañeros de jarana -difícilmente amigos- lo que había visto la mañana siguiente a la última noche de fiestas, omitiendo por supuesto la posterior escena del zaguán y del chantaje miserable. Pasaba el tiempo, Pepillo se confiaba y hablaba cada vez más, y sin embargo, y a pesar de que el Cubatitas ofrecía fresca carnaza para imbatibles aburridos, fresca y gratis como todo lo bueno, no fueron en principio muchos vecinos, casi ninguno, los que se atrevieron a airear el chismorreo, pues era la señora Felisa lo que en la comarca, arrasada, deprimida, eternamente de postguerra, se llamaba una pelentrina o dueña de un mesofundio, y una docena de familia dependía a la sazón del trabajo agrícola que ella anualmente ofrecía. Así, solo dieron cobertura al rumor, en principio, los manifiestamente rojos o los manifiestamente lumpen, los que no podían esperar -y bien que hacían- dádiva o regalía alguna por parte de los hacendados, ya fuesen egregios o de medio pelo. Pero poco tiempo después, y como si se viniese a demostrar que la inquina entre sapiens no conoce frontera social alguna, como si se viene a comprobar que el rumor es la mayor actividad de creación social, todos los habitantes del pueblo cuchicheaban y especulaban; lo hacían todavía a media voz pero nadie hubiera podido pararlos ya. No habían visto La Jauría Humana, no habían visto La furia. No sabían de los luctuosos sucesos de Legarrea pero nadie hubiera podido pararlos ya. Sin embargo, para su desgracia y contenida tensión, nada terminaba de pasar. El rumor se hizo entonces como un pedo anónimo, y los maldicientes vecinos, que encontraban solamente remansos de paz en el público despedazamiento del prójimo (del prójimo débil, claro), hubieron por el momento de contentarse con mascullar, como enfermos de bruxismo, y con contemplar las persianas bajadas de la casa de la señora Felisa, macerando el chismorreo como el que calienta un crisol lleno de bilis y deseando en secreto que llegase pronto el día del escarnio final, la hora de soltar las sierpes que habitaban, adormecidas por ahora, debajo de sus lenguas. Luego, cuando ya apretaban los primeros rigores de la canícula, y faltos de cualquier otro sano esparcimiento, la práctica totalidad de la vecindad se entregó a la pública y abierta fabulación, que es por definición siempre libre y que supone el siguiente nivel natural en la escala del odio. Tanto fabularon que entraron sin quererlo, sin saberlo por supuesto, en los jardines de la poética.
Un día, y tal vez por un error de cálculo, un indolente joven rompió el cristal de una de las ventanas del piso inferior de la casa, y ello, muy baladí en el fondo, propio de cada día repetido en cada deprimido pueblo, funcionó como el pitido inicial de un infraderporte cuyas reglas se fuesen inventando según se fuese jugando, como el aldabonazo definitivo para el resto de los cobardes. En el plazo de una semana fueron destruidos el resto de cristales, arrasado el jardincillo y robados los simpáticos duendecillos de escayola que en otro tiempo, cuando había futuro todavía, saludaban quietas a las continuas visitas.
III
Un atardecer de finales de enero, en el que los hombres volvían de la aceituna directamente a los bares y las mujeres, después de ver Juan y Tedio, barrían sus zaguanes como las ratitas presumidas que se esperaba que fuesen, se escuchó a través de los patios contiguos unos gritos quebrados, simiescos, que hicieron que los pajarillos, parados en los quicios de las fuentes públicas, se asustasen y desplegaran su vuelo hacia unos cercanos cables de electricidad. Cuando los vecinos forzaron la puerta y entraron y atravesaron la casa y recalaron en el patio encontraron a la señora Felisa desmayada sobre el suelo de albero, abierta de piernas y emporcada de sangre, con una piocha al lado y con un niño entre las piernas, una criatura que lloraba con fuerza y parecía así repeler el frío y agarrarse a la vida. A unos metros, bajo un árbol que se secó aquel mismo invierno, había excavada una pequeña pero presta sepultura.