18 - IMAGEN FIJA


Dime cómo te diviertes y té diré quién eres.

(José Ortega y Gasset).

I

Cada vez que pasaban ante uno de los enormes carteles con los que el parque de atracciones se publicitaba a lo largo de la autovía, los niños hacían palmas e instaban al padre a que corriera un poco más. En las fotos de los carteles, y debajo de unas grandes letras amarillas -Welcome to Unity Park, Enjoy & Pay-, diferentes familias rubias y saludables, braquicéfalas y calvinistas (él con pinta lobo de despacho en su día de asueto, ella con los ojos borreguiles del diazepam; los niños con aparatos en la boca y un premeditado aspecto de tenistas querubes, de futuras promesas del golf) disfrutaban montados en un ridículo carricoche que se desplazaba por los raíles de una modernísima, futurista montaña rusa. Detrás, el croma falso y azul de un cielo raso, o de un mar en calma, hacía juego con el color de los ojos de todos ellos.

Lo primero que vieron al entrar fue el fogonazo, cegador por un instante, del fotógrafo. Disfruten de su experiencia, les repitió una entera cohorte de azafatas pintadas como puertas, y al salir no olviden comprar ustedes las fotos de recuerdo. Pequeña 5 euros, grande 8. Y recuerden: Enjoy and pay; se acercaron a la familia y les chocaron las manos como si fueran las animadoras de un equipo de baloncesto, doblando graciosamente una de las rodillas y recogiendo en el vuelo de sus minifaldas las miradas lobunas de muchos de los hombres que en aquel momento entraban también al pudridero. Apenas andados cinco metros, los niños, con el semblante exultante por las promesas sensoriales que aquel lugar de fantasía les imponía, rompieron el yugo que suponía la mano de su padre y se dispersaron enloquecidos, gritando, incapaces casi de contener sus propios sistemas psicomotrices y como talibanes que llegaran a los harenes de su cielo. El día entero sería para ellos un segundo; un siglo y pico, contabilizado en relojes de mercurio, para el padre.

II

La familia en la piscina de las bolas, en el gran elevador, en el espectáculo de las orcas amaestradas. La familia en el circuito de cars, en el Lagarto Twist, en un barroco tiovivo de caballos con bocas de folclórica. La familia en las norias de fantasía contemplando desde las alturas los arrabales de la uralita, los insospechados barrios de chabolas que como excrecencias y por completo los rodeaban y que -a pesar de que la familia los omitió de primeras y presta los olvidó- deslucían un tanto la experiencia vital de algunos visitantes no suficientemente preparados. La familia engullendo perritos calientes y aros de cebolla en alguno de los cuatrocientos chiringuitos del lugar, convirtiendo el simple acto de la ingesta en algo oprobioso y ofensivo, en algo relacionado con la vergüenza ajena y el desdoro. La familia disfrutando de una exótica coreografía, loros incluidos, en la que unos customizados indígenas bailaban y se representaban a sí mismos, sin esfuerzo diríase, ante un remedo de templo incaico erigido con cartón piedra. La familia jugando en unas modernas barracas con un muñeco de peluche por premio, disputando como si luchasen efectivamente por un pedazo de carne o porque no se les apagase un fuego que sin duda sí se les habría apagado. La familia jugando con las mascotas disfrazadas que pululaban por el parque sin imaginarse nunca, sin atreverse nunca a imaginar, que tras aquella infernal gomaespuma hubiese, viviese, un boliviano o un puertorriqueño sin papeles, un cualquiera que pringaba allí dentro desde las siete de la mañana a las nueve de la noche seis días a la semana, quinientos y pico euros de mierda al mes y domingos y festivos y lunes de lluvia y sábados de primavera incluidos. La familia fotografiada doquier. La familia fotocopiada. La familia en el simulacro de la risa. La felicidad, todos lo sabían ya por entonces, consistía en la repetición. El hemisferio de los seres que necesitaban de su imagen propia para poder a sí mismos recordarse.

III

Los niños apuraron los restos del día como los crápulas apuran de sus vasos los restos de la francachela. Aligeraron progresivamente su desnortado deambular de un cacharrito a otro, de una atracción a la siguiente, mientras los empleados se quitaban ya los disfraces de amables y mullidos ratones y se dirigían, como almas que el diablo llevase, a sus respectivas madrigueras de los arrabales contiguos. La madre esperó sentada en un banco, distraída y somnolienta, entregada a su opio sintético, mientras el padre recogía a los dos monstruos y los metía en el coche tal y como si metiera, con un palo, zarigüeyas en una jaula. Se dirigieron luego a un hotel de carretera cercano, y allí, mientras los niños jugaban en el simulacro de una ducha, el padre pidió comida china por teléfono. Cenaron en la abundancia desmemoriada, zapeando sin parar, sin retener nada, durmieron como benditos y al día siguiente se levantaron temprano, descansados, y emprendieron las catorce horas de vuelta. En algún momento, cuando todavía les quedaban ocho o diez horas de viaje, el coche -aquella supermáquina que a su paso hacía rechinar los dientes de los más materialistas de sus convecinos- hizo un discreto ruido de descomposición interna, de muerte inminente, y el hombre solamente pudo reconducirlo, un tanto, hacia el arcén. Como una bestia que se rindiera en la ribera de un río, el coche fue a pararse, con carácter ya definitivo, al pie de un enorme cartel. Era casi mediodía y éste proyectaba exactamente cuatro centímetros de sombra, uno por cada miembro de la familia. El hombre se bajó del vehículo, se secó el sudor con resignación, miró con pena a su mascota muerta, le abrió el capó con cuidado de no quemarse pues la chapa rehervía como la lava en Écija. Tras comprobar su manifiesta incapacidad para los asuntos del motor, el hombre levantó la vista, buscando su inconsciente cierta apertura visual, un pedazo de cielo, una montaña cercana, un río que corriese fortuito por el desierto, pero se toparon sus ojos con el cartel y se encontró a sí mismo y a los suyos en la enorme foto, gozando, fingiéndolo, en alguna de las atracciones del parque. A pesar de la situación, de las gotas de sudor que rítmicas le caían, de las zarigüeyas que se retorcían inquietas dentro del coche y de los alacranes que en los alrededores le silbaban con sus colas, el hombre no pudo más que sentirse orgulloso de su propia y repetida importancia.