19 - TROZO DE CARNE
Donde acaba la biología empieza la religión.
(Gilbert Keith Chesterton).
I
Mientras ideaba tal abrumadora venganza contra su ex amante, el hombre, al que daremos el aleatorio nombre de Diosdado, sintió por primera y única vez en su vida un cierto miedo de sí mismo. Se quedó largo rato desfallecido en su jergón, contemplando los inmóviles pájaros del balcón que parecían adheridos a los hierros con superglue, sorprendido de su propia y retorcida inventiva e imaginando, en los sótanos de su cabeza, aquella macabra performance que allí iba poco a poco cuajándose y que era también, a qué negarlo, una cosa cómica, abyecta y negra pero cómica, un supremo tour de force que ya, a pesar de su indolencia y de su aletargamiento, se sentía capacitado de perpetrar; un bella locura que solamente habría de ser superada mucho tiempo después, en la mañana de misa de un día de abril de 1950 en París, cuando el falso dominico Michel Mourre, azote a la sazón de los zafios y los superficiales, de los pírricos en el amor y el odio, entrase en la catedral de Nôtre Dame y leyese hasta que le dejaron -hasta que el organista le rompió el sortilegio y arremetió contra el futuro con su música sacra- aquel texto impío en el que se anunciaba la ya consumada muerte del Dios Padre y la inapelable e invisible victoria de la Internacional Situacionista.
II
Poco importaba, al menos en apariencia, la Internacional Situacionista en aquellos terruños. Diosdado cazó al mono con un lazo corredizo de alambre, y el animal, viéndose atrapado, chilló en mitad del bosque, para los pájaros y para nadie pues, hasta que se tranquilizó y se sentó como un adulto que descubriera su propia capacidad de frustración o tal vez, simplemente, como un niño ignorado que se cansara de llorar en su cuna. Cuando el hombre se le acercó con un tazón de leche emponzoñada de adormidera, el animal lo cogió sosegado, con educación victoriana, y lo bebió de un trago. Luego se quedó mirando al hombre durante largo rato como si se diera cuenta, justo ahora pero ya tarde, del engaño, y al rato se quedó dormido. Cuando el animal sosegó y acompasó su respiración, el hombre se acercó cuidadoso y retiró el alambre. Luego vistió a la bestia con unos ropajes de bebé que él mismo había cosido en otros tiempos, cubriendo lo mejor que pudo su cuerpo peludo y dejando a la vista, exclusivamente, un fragmento de cara, apenas unos ojos cerrados que bien podrían pertenecer a un niño muy feo. Sostuvo entonces al inerme simio como si fuera su hijo, y hasta lo arrulló y lo meció y le dijo, a media e impostada voz, unas enloquecidas palabras de súbito amor.
III
Se echó al camino con el animal en los brazos, y al pasar junto a unos jazmines se agachó y cogió unos cuantos pétalos, que a modo de natural ambientador colocó entre las ropitas del bicho. Con el plan en marcha parecían remitir un tanto los rencores hacia el cura, las heridas en el ano y en el corazón, y a mitad del trayecto se sorprendió canturreando el esqueleto de una canción popular, una balada que entonaban en el pasado los jornaleros y que él había escuchado a sus mayores, una tonada que con tamaña desvergüenza versaba sobre frailes y monjas y sobre su carnal ayuntamiento, sobre pasadizos subterráneos, osarios auténticos de bebés que comunicaban distantes conventos. Por primera vez en años se contempló a sí mismo sin desdoro ni vergüenza mientras atravesaba pueblos misérrimos, campos baldíos, ignominiosos polígonos industriales que se habían quedado a medio construir. Descubrió la ermita al doblar un recodo del camino; estaba mediada la mañana y él se puso en la cola saludando a los que de vista conocía, elogiando la lozanía de los otros bebés, fumando picadura de tabaco con su única mano libre y hablando del tiempo, de fútbol, de la verbena a la virgen que estaba próxima a celebrarse. Al entrar en el templo, Diosdado rezó a su dios único y privado para que el opio suministrado al animal fuese suficiente y lo mantuviese dormido unos minutos más. Supo, oliéndolo, que la bestia había evacuado, a causa sin duda de la droga suministrada, un caldo marrón que todo el camino fue chorreando y que los parroquianos -educados y respetuosos, humildes cristianos acostumbrados al decoro como un burro a su zanahoria- hicieron como que no veían. Mientras se acercaba a la pila bautismal recordó, ya sin sufrir, los besos del cura, las veces que había entrado en él y las veces que mutuamente se habían derramado el semen en la cara, las noches que pasaron amancebados en la casa parroquial, las horas que se les fueron hablando de su propio amor. Se le dulcificó la expresión, en tensión durante tal vez años, y casi estuvo a punto de abortar la misión que le ocupaba. Debió sentir entonces lo que San Pablo pero exactamente al revés, una epifanía de descreimiento, una revelación de la nada, y al acto le volvió la sonrisa de calavera, el rechinar de dientes, el perfil último de un Lon Chaney enloquecido; hundió su cabeza pelona de deportado entre los cuellos del carcomido tabardo mientras el cura, funcionario aburrido que bautizaba infantes como si compulsara fotocopias del dni o firmase sentencias de muerte, lo conminaba -borreguil mirada que no lo reconoció, que no quiso reconocerlo tal vez- a que tuviese listo al niño y el bautismo masivo terminara, Dios mediante, lo antes posible. Ya le tocaba a él cuando un niño que pululaba por allí se olió algo; debió ver un poco de pelo allí donde solamente debía haber suave y rosácea piel o tal vez olió efectivamente con sus narices de niño, de sapiens vivo todavía, el agresivo hedor del bicho, quién sabe: el infante se acercó y tiró de los trapitos que cubrían al bebé justo en el momento -justo un momento después- en el que el cura, diciendo lo que tuviera que decir, vertía el agua. El mono, con fuerza destapado y súbitamente despertado de su inducido letargo con la más fría de las aguas benditas, se reactivó rapidísimamente, se desprendió de los brazos que lo sostenían dando manotazos y consiguiendo, con sus gritos destemplados casi humanos, que brotaran milagrosas, aterradoras lágrimas de los ojos de piedra de las esculturas de los santos y los angelitos; haciendo patente entre los feligresía, ahora sí, los chorreones de mierda que conducían a la pila. El animal saltó entre las bancas y salió a la plaza y allí, a la luz del sol crudo y sincero, todos pudieron ver perfectamente ya el cuerpo del simio, sobre todo sus posaderas peladas y sucias, y fue tal vez aquí cuando a la mayoría de los presentes se les hicieron patentes (patentes en el alma, a fuego marcadas en el alma) las diferencias pero sobre todo las semejanzas que existían entre ellos, los hombres hacedores, los hombres que erigían templos a su Dios, y el trozo de carne, bautizado ya, que escapaba hacia una arboleda cercana.
IV
Diosdado por su parte escapaba también. Caminaba por un lateral del templo, pegado a las paredes como una fantasmagoría de terror gótico, y disfrutaba, evidentemente disfrutaba aunque por supuesto también sufría, mientras el cura miraba a los parroquianos y los parroquianos miraban al cura, y mientras todos, en la soledad primeriza e insondable de sí mismos, desgarrándose de sí mismos, se hacían cargo de lo que acababa de ocurrir. Habían bautizado a un mono. La luz del sol entró por el portón, el dios de los hombres pareció querer iluminar el rostro de todos los presentes antes de que los gritos del nuevo acólito se perdiesen del todo. Se sucedieron entonces unos segundos de inacción que no alcanzaron a detectar los moribundos relojes y que transcurrieron como si el propio tiempo fuese una vieja que en los crepúsculos de la canícula frescase en su zaguán. Los feligreses fueron abandonando el recinto mientras el cura, repitiendo unos andrajosos latines con los que pretendía exorcizar a toro pasado lo ocurrido, los acompañaba hacia la salida, recogiéndolos, abarcándolos como si sus brazos fuesen sendas palas mecánicas. Cerró ruidosamente el portón ayudado de su monaguillo y con celeridad de autómata corrió el gran pestillo. Lo oyeron llorar, de desamor, los que habían quedado fuera.