22 - DOMINGO DE GLORIA


La democracia es el proceso que garantiza que no seamos gobernados

mejor de lo que nos merecemos.

(George Bernand Shaw).

Se lo juró y perjuró, lo juró por sus hijos no nacidos aún y por sus más recientes difuntos. No iría. Pasaría el domingo tirado en el sofá de su casa, en calzoncillos, con el aire acondicionado, leyendo tal vez alguno de esos libros que le pedían amor desde las estanterías.

El día en cuestión amaneció muy nublado, como impropio de sí mismo, y los jirones blancos que se quedaron colgados de los engalanados edificios hasta bien entrada la tarde parecieron agregar al día un plus de ignominia y deslucimiento. Él se levantó tarde y desnortado, más allá de cualquier resaca y apenas dueño de sí. Su cabeza era una cárcel de grillos enloquecidos, y en su conciencia no despertada del todo, en la tramoya de su pensamiento, flotaban en promiscuo pandemónium, juntos y aun revueltos, todos y cada uno de los símbolos que el país, en su delirio hacia ninguna parte -hacia delante, al fin y al cabo-, recreaba y copiaba a lo largo de los vanos siglos, a lo largo del túnel del tiempo. Manos que estrangulaban rosas, gaviotas de plomo que caían muertas sobre polígonos industriales a medio construir, hoces ya sin filo y martillos devenidos yunques, antiquísimas aspas de San Andrés, sierpes que se enroscaban en los troncos del hacha, águilas siamesas.

Salió a la calle con las primeras ropas que encontró, obvió a su señora y hasta se fue sin llaves. Anduvo rápido por la sombra. Entró en el colegio electoral como si escapara de la calle, como si en el vestíbulo se acogiera a sagrado. Cogió una papeleta y se puso diligente en la cola.