23 - EL BARCO PUNTUAL


La oportunidad perdida es lo único que cuenta.

(Antoine de Saint-Exupéry).

I

El muchacho había ejercido, prácticamente, todos los trabajos que el sistema ofrecía por entonces a un jovenzuelo sin recursos ni estudios, con pocos dientes y cero padrinos. Había cargado cajas en el puerto junto a los estibadores escoceses y cosido redes junto a sus mujeres. Había recogido carbón para los fogones, leña para los hogares y camarones y cangrejos que luego, en cucuruchos hechos con periódicos atrasados, intentaba colocar desde un rincón del mercado. Había sido ayudante y aprendiz de trilero, paseante de perros pijos, camarero en multitud de tabernas a cambio de una comida al día y un catre por las noches. Había engrasado verjas y persianas, y había sido deshollinador, curtidor de pieles y cazador de gatos callejeros. Había trabajado duramente en las fábricas de textil, con la única amistad de esas máquinas erigidas al dios Moloch, esos animales terroríficos de hierro y de grasa que robaban dedos, manos, brazos, que tragaban carne proletaria sin saber lo que tragaban y tal y como un cerdo come los ojos gelatinosos y las orejas peludas y las pezuñas de otros cerdos. Profundamente aburrido, había ejercido de monaguillo para que las beatas lo invitaran luego a merendar y para estar así, geográficamente hablando, mucho más cerca del cepillo de la iglesia. Había servido de intermediario, de correo, entre algunos marineros recién arribados y las más recónditas meretrices del lugar, y en multitud de ocasiones había trabajado también para sus proxenetas, ejerciendo de chirlero cuando no quedaba otra que hablar, con el fierro de la navaja, ese idioma universal, esa especie de esperanto, que era la violencia. Había sido repartidor de libelos anarquistas y, sin desmerecimiento de lo anterior, había sido también chivato de la policía, sincero confidente e informador a tiempo de cualquier historia subversiva que se fraguase en los bajos fondos. Lo mejor, sin duda, había sido cuando ejerció de esbirro para un detective privado, que se sirvió del meridiano conocimiento del medio lumpen del muchacho y que solía pagar sus servicios con una cierta generosidad, un buen hombre que en algún momento le había mostrado un casi paternal cariño. En los momentos peores, público y notorio era en el barrio, había abierto sus interioridades para que algún marinero vicioso las percutiese hasta el fin. Su único dios era un plato de sopa caliente y sus únicas desplegadas banderas eran las entrepiernas de las golfillas que se reunían, gregarias como gallinas, en torno a algunas farolas del puerto que por gracia de dios iluminaban todavía.

Había hecho, pues, todo aquello. Lo hubiera seguido haciendo hasta que acabara en los reformatorios o en la cárcel o en la cuneta si una de las señoronas del Auxilio Social no se hubiese apiadado extrañamente de él ni hubiera conseguido, moviendo ciertos hilos del poder local, enrolar al muchacho de grumete, de correveidile, de chico de los recados, de chico para todo en realidad, en aquel barco que era maravilla de los tiempos, Capilla Sixtina de la ciencia náutica, promesa y desafío; aquel portento que cruzaría el ancho mar y los dejaría luego, si Dios quería y si no quería pues también, en el puerto de Nueva York, en el exacto vestíbulo del mundo nuevo, en ese exacto lugar donde por entonces -pero ya desde luego no- la maldad y el cansancio histórico en los ojos de los europeos, señales fisiológicas propias de los pueblos viejos, se desvanecían al menos durante algún tiempo. La señora amenazó con ir a entregarlo a la policía, pues debía saber de sus múltiples trapisondas diarias para llevarse a la boca un chusco de pan, una cebolla asada o dos arenques, y él, pensando que con seguridad no podía existir en la tierra pudridero peor que Southampton, aceptó. No pensaba en las palabras que le repetía la señora, una nueva estirpe en un nuevo mundo que no conoce las sangres del antiguo... Adanes y Evas y Abeles, y también Caínes, con una segunda y última oportunidad sobre la tierra; no podía ni quería pensar en aquellas profundas cosas que, al fin y al cabo, ni siquiera llegaba a entender meridianamente. Pensaba en que no podía existir nada peor que Southampton.

II

La mañana en la que el barco zarpaba el joven despertó tranquilo. Ella dormía sobre su pecho, y él pudo oler su respirar, el hálito de vida que escapaba de la cueva de su boca. No quería moverse, no podía correr el riesgo de moverse y despertarla, y quedó largo rato en la misma posición, mirando las motas de polvo que la luz de la ventana removía en intangible remolino. Luego, al mucho rato, recordó que aquel día era el día, el gran día, y se levantó como el rayo y se vistió, olvidando en el proceso un calcetín. Se acercó al lavabo y abrió un grifo que chilló, como quejándose. Se echó en la cara y bebió un agua que le supo muy fría, como las aguas del Atlántico Norte.

Bajó las escaleras y corrió por los callejones sorteando borrachos y coches de caballos, incipientes automóviles y mozalbetes que en las esquinas vendían la prensa burguesa. Desembocó casi sin darse cuenta en la abierta explanada del puerto, la luz dominguera abrasó sus ojos y por un segundo se sintió totalmente perdido, tal y como si soltaran un topo en mitad de una playa brasileña. El puerto lucía engalanado con guirnaldas blancas y rojas y azules y el confeti hacía una festiva alfombra, y una muchedumbre -en la que se solapaban sin decoro las señoronas con quitasol y los piojosos sin lustre, los inversores del evento y los que intentaban vender regalices a los niños- aplaudía, lloraba y despedía con las manos a los pasajeros mientras una banda de música desgranaba una ilusionante tonada. Midió la distancia que lo separaba del barco pensando para sí que era un desgraciado, que lo sería siempre hasta que muriera de viejo aquí, en las misérrimas calles que pateaba a diario, o allí, en la tierra nueva que todos le prometían y que ahora se alejaba, allí donde debían atar a los perros con longaniza y donde cada miserable hijo del buen dios podía montar su propia empresa privada y vivir su propio edulcorado sueño postizo. Corriendo ahora, se habló a sí mismo, maldita sea tu estampa, Johnny, ni cabeza tienes para recordar el día en que te largabas de este pudridero, y se repitió como un mantra que apenas tenía tiempo, que apenas tenía tiempo; corrió por donde pudo, abriéndose paso entre las masas paradas y escabullendo su perfil de las porras de la policía y de las dentelladas de los perros.

Pero llegó tarde. Ya el barco se desgajaba de la tierra como si una enorme roca se desprendiera de la matriz. Desde cubierta un oscuro niño, que venía siendo su histórico enemigo desde hacía años y que por azares de la existencia había también acabado enrolado allí de grumete, lo miró de refilón, desde su entrecejo de odio, y él, inocentón, hizo el gesto del que espera que le lancen algo -una cuerda, en este caso-, atrayendo repetidamente hacia el pecho sus brazos de niño. Pero su enemigo lo siguió mirando inerme, de perfil, con el magno desprecio de los infantes, con la prepotencia o la petulancia de un incipiente espíritu, y él, en duermevela, vio entonces cómo iban pasando lentamente las letras doradas que el barco, aquel nuevo Mayflower, aquel animal invencible, tenía adosadas a su costado; una T, una I, otra T, una A, una N, otra I y una C. Antes de que el joven pensara lanzarse a las corruptas y estancadas aguas del puerto, el barco se encontraba ya lejos, muy lejos, lo suficiente. Volvió tranquilo a la casa de ella, rezagándose en mirar los diferentes puestecillos, en alerta constante por si algún tendero descuidaba una salchicha o una pieza de fruta, una onza de chocolate, tres o cuatro nueces.

FIN.