4 - BILLETE DE CINCO EUROS

No estimes el dinero ni en más ni el menos de lo que vale;

Porque es un buen siervo y un mal amo.

(Alejandro Dumas, hijo).

Sabedor de que no había ningún Dios que desde arriba lo mirase cometer su vil latrocinio, y enterado de que don Immanuel Kant se equivocó de lleno, y con un gesto de animal primitivo que se mueve -y muerde- antes de pensar, el joven camarero cogió el billete y se lo metió en el bolsillo. Cuando el guiri volvió pasados unos minutos, pocos pero más que suficientes, el camarero hizo como que alguna otra mesa lo reclamaba desde el extremo opuesto del restaurante y se quitó profesionalmente de en medio con glaucos ojos de rapaz, con esa capacidad que comparte el gremio de hostelería con los funcionarios larrianos, con los trileros y con los chivatos de la policía; con ese movimiento de escurridiza sierpe, o anguila, que cualquier camarero más o menos digno aprenderá en sus primeros días, horas, en el gremio. El bolsillo se le regodeaba feliz, como recién almorzado, y era ahora su cómplice y ya no solo el enemigo que tantas veces había sido, un detalle para adornar el pantalón, el niño tonto que todos los días le pedía, silente, su ración de sistema. El muchacho no había leído el Diario del ladrón de Genet, no sabía lo que significaba la palabra lumpen y hubiera negado -ésta vez sincero- que aquello fuese una cuestión ideológica, de clase, que él mismo fuese para sí un Robín Hood sin casta oculta, un Espartaco en los tiempos posteriores a la Caída, el broncíneo caudillo de un ejército fantasma erigido con un único hombre. Todo era más prosaico, menos bello, nada romántico. Aquel pedazo de papel -por obra y gracia y mandato de un ellos exógeno y mayestático- eran cinco euros, pan para cinco días, algo más de medio bonobús, su mensualidad correspondiente al internet del piso que compartía con otros camareros tan rápidos como él.

Al salir del trabajo, con el bolsillo quemando, fue al mercadona e hizo una no muy holgada pero digna compra: pasta, leche, algo de carne. Devolvió así el billete a la legalidad, pero antes de entregárselo a la cajera, mientras sus uñas sucias de camarero lo desenvolvían para entregarlo con cierto decoro, dedicó a su enemigo una última mirada de rencor y desprecio. Buscando cómo hacer un daño mayor, todavía se las apañó para enajenar un fino paquete de chicles, que fue a parar a su entrepierna con la celeridad que imponían las circunstancias. Las calles, ya no celadas, se le deshacían y se le hacían paseo, turismo casi. Aquella noche, como los jueces y los asesinos de carnet, como los zafios idólatras y los finos especuladores, durmió a gusto consigo mismo, en irrompible equilibrio dentro de sí. Durmió impune e impune despertó. Nada, absolutamente, se regalaba al sur de Despeñaperros.