6 - PARTIDO DE PÁJAROS MUERTOS


Lo primero que hay que hacer para conducir a la masa es tener a la masa, ya que "para hacer un guiso de liebre lo primero que hay que tener es a la liebre".

(Juan Domingo Perón).

Caía una fina lluvia que únicamente sirvió para emporcar los coches y los semáforos, los columpios de los parques, los quioscos de prensa y las papeleras, todo ese asfalto interpuesto. El niño compró pipas y cocacola en las inmediaciones y entró en el estadio pasando por los tornos como si penetrara en una gruta que guardase vetustas y solemnes epifanías; subió ilusionado las toscas escaleras de cemento, aligerando sin darse cuenta el paso y tirando de un padre elefante, y salió a las gradas y contempló el brillante verde del césped mojado entendiendo instintivamente -tal y como un bebé abandonado en el bosque entendería que tiene miedo- que aquella era la tarde más vital de su infancia, la única que en el fondo y a la postre contaría, la única que iba a recordar cuando él mismo se convirtiese en su propio padre y trajese a este mismo matadero, de la mano también, a sus hijos del futuro. Era un domingo de noviembre de esos que no permiten pensamiento bondadoso alguno en su temporal reino, de esos que rápidos e inmisericordes, y como si no quisieran ser testigos de su propio anochecer, se suicidaban con deprimente celeridad propia de tierras situadas más al norte. Se disputaba un partido de pájaros muertos perteneciente a la novena jornada de la segunda división nacional, y era más que posible que, de ganar aquel choque y un par de encuentros más, el equipo local acabase, como casi siempre in extremis, conservando la categoría. En las gradas, rebosantes de carne humana, de grasos cuerpos sudados de albañiles y mozos de ferretería, de estibadores borrachuzos y camareros sin contrato que rateaban su propina para asistir al partido, se respiraba ya cierta ansiedad y algo así como la ilusión de una victoria, un dádiva que venía a ser lo mismo; un consuelo que unos y otros buscarían en los estribos de la semana y que jamás terminarían de encontrar.

Llegó la hora del crimen; sonó por megafonía la alineación de ambos equipos de pájaros pero los espectadores apenas mostraron interés, y abucheando, abucheándose a sí mismos, hicieron entender que no deseaban tanta huera palabrería y que ya sólo admitirían divertirse, extasiarse, extenderse, con la carnaza servida en aquella verde skene del morbo. Con pájaros que se reventasen contra el suelo. A las cinco en punto, y con puntualidad sajona, con una desusada diligencia que a todos resultó impropia, empezaron a oírse los motores de un avión que debía acercarse desde el cercano aeropuerto de Tablada. Aplaudieron algunos entonces, quizás los niños más chicos, pero la mayoría de los presentes, elevados a informe masa, voluble y acéfala como todas, se limitaron a proferir infames gritos que no constituyeron palabra alguna pero que a las claras pedían muerte, un acúfeno soterrado, propio de cuando vivíamos en la cueva y temíamos a los rayos, que se alargó muchos minutos y que serpenteó por la ciudad laberíntica y llegó a oírse en los lejanos arrabales, allí donde otros pobres, más pobres, miraban las moscas de la pared. Luego, casi sin transición, se apropiaron del estadio unos agudos ruidos que sonaron, rechinaron en los oídos de todos, como si el Enola Gay bombardease la ciudad con globos de goma llenos de agua. Cayó uno primero en las inmediaciones del área chica del gol norte, como un nefando heraldo y haciendo un sordo ploooof, un gong alargado que dio por comenzada la barbarie. Al momento eran ya decenas, cientos, es posible que miles, los pájaros diseminados por el césped. La sangre y las vísceras, desintegradas casi, hechas pasta para nuggets, emporcaron de rojo la pulcra alfombra verde y espolearon más aún si cabe a las fieras apostadas en las gradas; ardieron entonces, con pasmosa sincronía, una veintena de prestas fogatas, y muchos, no necesitando en evidencia los asientos de plástico adheridos al cemento, los arrancaron y los arrojaron sobre los graderíos inferiores. Salieron a pasear todas las navajas de todos los barriobajeros, cuyos fierros, hambrientos, oxidados, no brillaron pues en aquella tarde crepuscular no había luz alguna. Destrozábanse entre ellos cientos de gladiadores lumpen entrenados con cerveza barata en callejones detrás del puerto, espontáneos que encontraron allí su rato de asueto, sus cinco minutos de gloria, mientras los pájaros, ataviados de sus respectivas elásticas y con las plumas mojadas en gasolina para que pesasen más e hicieran un ruido más grueso al caer, se fueron reventando en el suelo durante incontables minutos, es posible que durante horas, durante toda una tarde que a los presentes se les pasó en un plis, en un mesmérico y obnubilado interín y tal y como si se hubiesen echado una larga y profunda siesta de la que solamente hubieran venido a despertar, desnortados, pasadas las nueve de la noche. Era el mejor circo pensado y creado por el hombre, la mejor representación urdida jamás, el más ingenioso y demente show de todos los ingeniosos y dementes shows, y unos alienígenas que pasaren casualmente por allí habrían sin duda detenido su nave y contemplado el partido durante unos minutos, sin entender en buena lógica nada. Era la confirmación -tardía pero válida, válida pero inoperante- de las tesis visionarias de Guy Debord, la continuación del espectáculo artístico en la vida simple y prosaica; la traumática superación del arte por parte de la existencia real, insomne, absolutista y fagocitadora, que arrojaba a los infantes a su propio proscenio y obligaba a los mayores a portar siempre, en el asueto del carnaval pero también en la constricción de la cuaresma, fastuosas máscaras venecianas de gesto truculento. El niño, observando la caspa sobre los hombros de los que se situaban delante, escuchando sus toses, viendo sus dedos amarillos de nicotina, adivinando sus bolsillos vacíos y sus vidas rotas, las deudas que los carcomían y las cabronadas anónimas que reservarían a sus vecinos, el hastío delante de la televisión y el sofá como única meta de días copiados, intuyó entonces el timo y la impostura de los adultos -y ahí estaba presumiblemente la epifanía del día de curso, el logos explicado a un simple niño mortal-; vislumbró entonces la celada infalible que le tenían preparada a la vuelta de algunos años y sus inquietos ojos de trilero observaron las miradas ausentes de todos los allí engañados, su parsimonia vacuna, sus palmas espasmódicas, y leyó en cada una de ellas todas las mentiras de la historia; su ilusión de niño, vampirizada y plusvalizada por la contraria y apabullante fuerza de la masa, la ilusión que en su interior había macerado durante semanas, ilusionado con el partido, se empequeñeció como el que se encoge en un rincón y menguó al compás de la exigua luz declinante. Pocos minutos después, cuando el equipo local ya iba 0-2, perdió el niño la batalla existencial ante el depresivo ambiente de la tarde, de la ciudad y del estadio, de la puta gente; se le retiró a algún profundo lugar dentro del pecho, un lugar que en el día del mañana nunca podrían libertar gabinetes enteros de concienzudos psicoanalistas, un lugar que tal vez ni siquiera existía y que él, aquella tarde, creó para sí.

Al final del partido, temprana la noche pero ya cerrada, derrotado definitivamente el equipo local por 1-3, los cabestros abandonaron el estadio en orden, subiéndose los cuellos de las cazadoras y encendiendo un cigarrillo, pensando ya en el trabajo del día siguiente, en una cena de domingo mirando el despertador de la mesilla de noche. Todavía se gastaron tristes bromas mientras avanzaban por las iluminadas avenidas, aparentando una felicidad que en realidad no sentían, fingiendo un lleno en las entrañas que el espectáculo que venían de presenciar no les procuraba, que jamás habría ya de procurarles; a medida que se iban disgregando, con el rabo entre las piernas, por la laberíntica geografía de los barrios, iban sintiéndose definitivamente entristecidos, ahora sí, recordando la quiniela fallida, la x que en el derbi de despeñamiento de viejos nadie hubiera pronosticado, la sorpresiva victoria de los Hedor´s Bulls en el partido de mendigos enfermos contra perros hambrientos y otros inimaginables resultados que se venían produciendo a lo largo del fin de semana. El niño, asiendo aún la mano de su padre paquidermo, caminó en silencio todo el trayecto, leyendo, aunque sin entenderlas todavía, todas las consignas escritas en los muros, los silentes llamamientos al fuego.