7 - BRILLANTE Y ESCARLATA



Yo no hablo de venganzas ni de perdones;

el olvido es la única venganza y el único olvido.

(Jorge Luis Borges).

Los dos marineros salieron del bar discutiendo en un idioma babélico que nadie conocía y poco después se cosieron a navajazos en el callejón de detrás, ante la atentísima mirada de unos felinos que parecían haber apostado todas sus raspas de pescado a favor de alguno de los contendientes. Los hombres fueron cubiertos por la nieve mientras iban llegando por oleadas, según si la puerta del garito se abría o no, las notas de un piano sometido a un mal pianista, las risas mecánicas de las prostitutas, los vasos que se rompían contra la mesa y los procaces y guturales ruidos, apenas articulados, de los beodos hombres de mar en su noche de tierra y asueto. Quien los encontró -unidos, uncidos casi, agarrándose mutuamente todavía de las solapas y con los rostros tan pegados que sus labios casi se besaban- fue un viejo sereno que hizo sonar un intempestivo silbato, un silbato que atravesó la neblina que subía desde las empalizadas del puerto hasta las casas y que no llegó a despertar a los cansados currantes pero sí resonó, alto y claro, en los tímpanos de los viejos gerifaltes locales que se adormecían, como abuelos inocentes, flácidos, incontinentes, en las mesas camilla de los repetidos lupanares cercanos. Al rato, un juez somnoliento atestiguó el fallecimiento de ambos forasteros y ordenó así levantar los cadáveres, sin sentir especial reparo cuando al ir a firmar el papel pertinente se apercibió de que ni siquiera, hasta el momento, se había quitado los guantes de gamuza. Un sepulturero con oscura barba de tres días y una camiseta de tirantes con publicidad de una empresa de hormigones, con un celtas mojado en la boca, los enterró antes de que terminara el día en el cementerio civil, sin protocolo alguno y con cero boato, ante una plañidera profesional que por defecto contrataba el sindicato de marineros y pescadores y ante un cabo de la guardia civil que miraba con hambrientos ojos los pechos de la mujer y que realmente solamente soñaba con irse al bar a ver lo que quedase del partido del Atlético de Madrid. El cura, pretextando que los muertos debían ser acólitos post-albigenses (suposición sin fundamento pero acertada de pura chiripa), se exoneró a sí mismo de tener que ir a cumplir con el sepelio. Las señoronas del Auxilio Social, pastita va, pastita viene, no pudieron estar más de acuerdo.

II

Se olvidó pronto a los dos extranjeros pues pronto vinieron a solaparse nuevas sangres, más cruentas y morbosas, mejores. Sin embargo, y antes de que el asunto trascendiera del todo y la policía echase el cerrojazo definitivo -antes de que la historia pasara a ser recordada solamente por los periodistas especializados en prensa negra-, se empezó a escuchar por ahí que la causa de la pelea entre los dos forasteros había sido una mujer, una freganchina de tres al cuarto a la que apodaban la Lagarta pero que se llamaba verdaderamente María del Perdón; una mujer anónima, falta de carnes y del suficiente ropaje para combatir el temporal que azotaba el lugar, que un día subió al cerro en el que se encontraba el camposanto y atravesó un patatal y luego una pequeña arboleda y llegó al final al cementerio civil, suerte de parcela sin muros en la que crujían al viento, dobladas, desvencijadas, diez o doce cruces, la mitad sin nombre, simplemente numeradas. Se acercó a los promontorios de tierra que con evidencia habían sido recientemente removidos, nichos número 11 y número 12, hincó sus rodillas sin leotardos en la tierra húmeda y rezó cualquier oración que recordase de sus tiempos de adoctrinamiento. Luego, en el espacio entre ambas contiguas sepulturas, y con sus uñas descarnadas de friegaplatos, enterró a modo de ofrenda sendas semillas de ciprés. De vuelta pensaba con justicia que también debía haber árboles en aquel pudridero, recipiente de carne como todos.

III

Luego llegaron y pasaron guerras planetarias, variopintas pandemias, mundiales de fútbol y toda clase de reality shows. Un día la mujer se fue de la ciudad y desde entonces ya nadie volvió a llamarla por su mote. Cambiaron los tiempos y no se encontró la virtud que Dylan buscase en el viento, cambiaron los tiempos y se cambió de siglo y hasta de era y surgieron todo tipo de nuevos paradigmas que con celeridad se tornaron obsoletos y que quedaron desfasados, vencidos -como romanos ante godos- por otros todavía más inconsistentes. Un día del futuro la mujer, ya abuela y viuda, volvió a la ciudad, paseó por su barrio sin reconocerlo y comprobó, en el epítome de la desilusión, que la taberna en la que había pasado encerrada doce o catorce años de su vida era ahora una sucursal de La Caixa, una tienda de móviles o algo así. Tomó el metro y se bajó en la última parada, y luego siguió andando por el mismo patatal y la misma pequeña arboleda de hacía tantísimos años. Llegó así a lo que quedaba del cementerio civil, que ya solamente era un crudo descampado lleno de litronas rotas y de condones apelmazados, un excelente no lugar convertido en espejo de los tiempos -que ardían gélidos- y al que unos jóvenes punks en el fondo (como en escorzo, con la manos metidas en los bolsillos de sus pantalones pegados, con la postura en tensión del que tiene mucho frío) servían de inmejorable atrezzo. Allí donde debieran haber estado las tumbas había, casi milagrosamente, dos enormes cipreses que parecían abrazarse o incluso haber crecido proyectándose el uno hacia el otro, juntando sus ramas hasta conformar una misma realidad visual y casi un único ser vivo, y la mujer pensó entonces que aquello era un bonito detalle, postrero pero bonito, que parecía venir a perdonarlos a los tres, a redimirlos a todos pero sobre todo a ella. Sin embargo, según avanzaba, y mientras el sol se deslucía un tanto, se fue haciendo idea de lo equivocada que estaba. A la sombra de los cipreses ya, la mujer pudo comprobar que los dos árboles, antes que abrazarse, parecían estar disputando, enroscándose sobre el tronco del enemigo para asfixiarlo y desplegando su ramaje como para sustraer el sol de la piel de madera del adversario. Hundían finas ramas en los costados del otro como si fueran lanzas de Longino. De las brechas abiertas brotaba un néctar que debiera haber sido grumoso pero era líquido, una savia que debería haber sido ocre y amarillenta pero era brillante y escarlata.