8 - OTRA VICTORIA


El fútbol es un milagro que le permitió a Europa odiarse sin destruirse.

(Paul Auster).

Unos cuantos hinchas futboleros, daba igual si vikingos o polacos, observaron al hombre que cruzaba ante ellos con científico interés, como taxidermistas beodos que auscultasen el pellejo seco de una jineta o como decimonónicos exploradores interesados en las iridiscencias de una mariposa exuberante. La manada le preguntó abruptamente si era uno de ellos o si era de los otros y el hombre, con un orgullo que hacía años que no sentía y una tranquilidad que ya no era la suya, con un pasión que había aprendido a no ejercitar pero que, proveniente de su soterrado yo, se le desbordó entonces en la boca con celeridad, expandiendo su alma como asíntota hacia el final del sentimiento y tomando aquellas palabras como resumen de una vida, como propio epitafio, les dijo, a ellos y al mundo, a ellos y a quién quisiera escucharlo en la tierra y en los cielos, que sería, siempre, del que perdiera. Del derrotado. Del humilde. Del que no fuera recordado ni hoy ni nunca, del que no tuviera camisetas de ciento y pico euros en la sección de deportes de El Corte Inglés y del que no expusiese centenares de copas en sus vitrinas. Del que ni siquiera vitrinas tuviera donde exponer nada. Los hinchas lo volvieron a mirar, descolocados tal vez ante lo inaudito de la respuesta, sopesándola, tragándola con lentitud y de mal grado, digiriéndola como plutonio. Miraron al hombre de nuevo, y lo evaluaron como a un triste loco, no como a un enemigo futbolero, y una vaga desilusión, un inerme calambrazo, recorrió sus cuerpos por un segundo. Alguno de ellos tragó saliva, con el gaznate como lija, comprobando cómo se les jodía la noche, y un antropólogo que hubiese recalado en aquellos barrios por casualidad, por error, hubiese sabido leer en sus semblantes, rojos del frío y de la ginebra, la decepción ante la oportunidad de yesca que ya sin remisión, como humo entre los dedos, se les escapaba. El más humanitario de entre ellos, rescatando del poso de su alma un último ramalazo de empatía, se atrevió a hablar. Dejadlo, es un pobre diablo, ¿es que no lo veis?, y los demás, remisos pero obedientes, enfocaron de nuevo sus ojos en los vasos de plástico que sostenían y volvieron a hablar de árbitros corruptos que escondían maletines en sus despachos, de fueras de juego que no habían sido, y dejaron pasar así al pobre diablo; como el que olvida presto aquello que ni por asomo entiende, como el centinela de una ciudad infecta que abre el portón para dejar que el leproso del cascabel se pierda extramuros.

Sin embargo, uno de los más jóvenes, un niño casi, un niñato con la cara pintada de los colores de su patria -blanco y morado, azul y rojo o cualesquiera otros- siguió al hombre unos metros y lo enfrentó, y con evidente y magno esfuerzo le mantuvo la mirada infantil. Parecía que iba a hablar, que iba a decir algo que de lejos pudiese confundirse con comunicación entre sapiens. Pero los relojes tiempófagos siguieron dando su moribundo tic tac y los semáforos cambiaron de color y los taxis avanzaron por la pulcra avenida mientras en alguna terraza cercana se escucharon, sostenidos en el viento, los preclaros gritos simiescos de los borrachos de una fiesta, procaces y libérrimos como en Nochevieja. Habló al fin el niño, que pronunció unas inconexas palabras que venían tal vez a querer decir que aquella noche nefasta valía todo, que todo estaba permitido hasta que llegasen las ocho de la mañana del siguiente lunes y volvieran a las fábricas. Dio entonces una sonora colleja a su enemigo, una hostia a palma abierta de esas que humillan más que duelen y que rajó la noche joven. El hombre se sintió ridículo, como si hubiese sido atracado por un teletubbi con navaja, y lo único que hizo fue ver cómo el púber volvía a su rebaño con más prisa y susto que otra cosa. Le reían la gracia los otros, y algunos de los más veteranos le cogían el cogote con cariñosa paternidad. El infante emocionado, ojos humedecidos, debía sentirse como aquel joven aborigen que en un rito de iniciación mata su primer búfalo. El hombre se quedó unos segundos más parado en mitad de la calle, varado como una bellísima sirena en un decrépito puerto, asumiendo de a poco que se iba a quedar con la hostia dada. Se palpó inconsciente el bolsillo, con gesto mecánico de pobre, y comprobó que aún conservaba sus monedas de cobre. Dio media vuelta y se largó de allí. Mientras andaba la avenida, mientras le pasaban muy cerca los coches -fugaces, radiantes, disparados hacia algún lugar que sólo podía ser el futuro-, se descubría a sí mismo más entristecido que cabreado, más infeliz que vencido.