9 - SAN DIMAS
En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.
(Lucas 23:43).
El caco aparcó su furgoneta, repleta, en el más feo y sucio y oscuro de los callejones de los que encontró a la espalda del puerto, se quitó el pasamontañas como se quitaría un alzacuellos y con su linterna de profesional, con sus manos de rapaces y finos garfios -pareciera que articulados-, desembaló acelerado el botín de aquella noche. Hicieron su aparición entonces multitud de juguetes (futbolines, barbies, el tozudo, los hipopótamos comebolas, el barco pirata de Playmovil), y el ladrón pensó que mejor hubiera sido robar ipods y relojes de cuarzo, pero después pensó que peor hubiera sido robar cajas de tornillos o de berzas. Sabía, todos lo sabían, que el mercado negro, ese hermano bastardo y siniestro del diurno capitalismo democrático, ese vicioso y corruptísimo Mr. Hyde que era perdonado cada amanecer, tenía la sorprendente capacidad de fagocitarlo todo, de plusvalizarlo todo, de comprarlo y venderlo absolutamente todo, ya fuese en abiertos bulevares con heladerías y peluquerías para perros o allí donde se acababan los papeles y la democracia era una zorra de ficción. Cuando leyó en las cajas la misma repetida pegatina de correos -Lote de juguetes para el orfanato de San Dimas- el buen hijo de dios (el mal padre de familia) dio la vuelta y volvió al lugar del crimen. Raudo, más rápido incluso que en la ida, descargó todo de nuevo y se escabulló de allí mucho antes de que amaneciera, antes de que cualquier guardia indolente despertase de su siestecilla nocturna y tuviese oportunidad de apresar al buen ladrón. Era casi un cuento de navidad.