Capítulo 1: La carne. O de cómo trabajar es siempre mejor que aburrirse - I


Después, cuando todo devino descomunal fracaso y el asunto se desveló como el fiasco que había sido desde el primer momento, todos aquellos señores que tenían algo que ver en aquello, en la vil astracanada que nos ocupa, se pusieron de perfil y miraron para otro lado con bien aprendido y muy entrenado disimulo y, como si la cosa no tuviese que ver con ellos, en cuanto pudieron se escabulleron y se retiraron a la impunidad que a todos les suponían sus haciendas y propiedades, sus cortijadas y pisitos del centro, sus residencias de estío. Pero al principio, cuando alguno de ellos tuvo la idea y la trasmitió a los suyos, todos aquellos compañeros de jarana, pijos de un tiempo en el que todavía no había pijos, secundaron ecuánimes la propuesta y batieron palmas emocionados. Habrían disparado sus pequeños revólveres si hubieran sabido dónde, entre qué sábanas, los habían dejado olvidados. A grandes voces pidieron entonces más anís del mono y ordenaron a la Murciana que bailara y a Antolín el Berberecho que tocase su guitarra, a pesar de que la Murciana, rendida ante la evidencia de la amanecida, dormía el sueño del vino sobre la barra grasienta de la mancebía y a pesar de que Antolín intentaba, ya sin éxito, escabullirse de la fiesta y volver a su casa, con su mujer que le estaría esperando. Algunos potentados se levantaron de sus sillas de fieltro como si éstas les quemaran las posaderas y se arrancaron festivos en un simulacro de baile en el que entremezclaron, dipsomaniacos y sostenidos apenas por sus respectivas borracheras, las más bajunas coplas de sexo vergonzante con las casi sinceras églogas a la Virgen de la cofradía de la cual formaban parte con sincero y militante egoísmo, con exclusividad de elegido que desprecia al gentil. Sus gorilas, amigotes a fuerza de compartir horas y vicios, se mostraban también deseosos de acabar el turno, pero no pudieron hacer otra cosa que acompañar a los señoritos en su diversión, y así vinieron a disimular sus pocas ganas, sus malas ganas, con las sonrisas de calavera que les brotaban, impostadas, como tajos en mitad de la cara: por algo, y en balde nunca, todos aquellos vasallos eran perfectísimos fingidores, actores supremos, adaptativas alimañas donde allí las hubiera, escuderos fieles a las duras y a las maduras a los que faltaban, sin embargo, océanos de sentido común, universos de dignidad, para asimilarse, de lejos siquiera, a Sancho Panza. Las meretrices que acompañaban a los señoritos comprendieron desde entonces que el día de autos, el del crimen, tendrían duro trabajo y un más que sudado peculio al final de los trajines, y los enanos, que a la sazón pululaban como perros cortijeros en torno a las mesas de los amos y que fueron convocados por un único chasquido de los dedos de su administrador, se alegraron notoriamente de ser tenidos en cuenta en la programación del evento al que se empezaba ya a dar forma, de que fueran requeridas sus chanzas y cabriolas y de ser ellos mismos, al fin y al cabo, protagonistas también -aunque teloneros y nunca primordiales galanes- de la radiante jornada venidera. Saltaron de alegría los enanos, que crearon rededor un pequeño tornado en el que sus energías deformes, barrocas, en cierto modo vengativas, su olor a niño sudado y sus risotadas de viejo, se adueñaron por unos instantes hasta del último rincón del putiferio con la celeridad que imprimen los pobres a todo aquello que acometen, y así, por un momento que lo fue de desorden y desestructura, de micro caos, sus auras, que eran como capas negras recosidas de desquites, envolvieron a los crápulas señoritos, hombres de cincuenta y pico años que apilaban propiedades ya rústicas ya urbanas y negocios de muy variada índole pero que no sabían, los muy infelices hijos de puta, freírse un huevo, clavar una puntilla o hacerse más o menos la propia cama; señoritos manirrotos que en aquel entonces, mascullando perrerías, insensateces, no atinaron a cómo reaccionar ante la algarada instantánea de los enanos y acabaron espantándolos con la mano, como si disolvieran etéreas fantasmagorías, o pateándolos malamente, cómicos en su bravata sin fuerza y haciendo patentes, si cabe más todavía, sus laxas psicomotrices de clase y sus respectivas cogorzas de borrachos crónicos. Luego, cuando se apaciguaron los amos, cuando huyeron como bichejos hacia los rincones en claroscuro del lenocinio los enanos, los más elevados potentados que se encontraban presentes fueron convocando en torno a sí a sus diferentes esbirros, y éstos a sus más inmediatos subalternos, y así las órdenes -la orden en realidad, la única que había- fueron bajando por la escala de prelación como si las propias órdenes descendentes y la propia escala de prelación fueran una cosa corrupta, como si plúmbeas resbalaran, viscosas, imposibles de asir, hechas de fango y de sangre. Repetía el refranero popular, inmaterial Arca de las verdades atesoradas, que cuando un perro cogía una vereda se acababa la vereda pero seguía el perro.

El sol, raudo, como avergonzado, se agostó rápidamente en el horizonte. Pero antes de que terminara de morirse tuvo tiempo, sobrado, de contemplar cómo se acababan de soldar todos los goznes de aquel entramado meramente humano que culminaría, no podía de ser otro modo, un sanguinario y radiante domingo a las cinco en punto de la tarde. Con la premura propia del dinero se cerraban ya, allí y ahora -pues para qué esperar, se decían y se contagiaban en la euforia los unos a los otros-, todos los negocios que fueran menester, pues pocos pudientes metropolitanos, casi ninguno, habían faltado a la jarana de aquel miserable día en aquella cochiquera de lujo, y los que sí faltaban, los que la noche anterior, por decoro, se habían visto obligados a quedarse en sus casas aguantando a sus floreros, así como los que, prudentes, habían abandonado la fiesta antes de que despuntara el sol del domingo (un sol que les recordaría su esencia casposa, su estampa maldita, un sol que les alongaría la propia sombra hacia la siguiente tasca y la siguiente derrota), fueron puntualmente avisados y puestos en conocimiento de los detalles más relevantes de la fantasía que a todos ellos, y también al resto de la capital, a España sin duda y al mundo si me apuras, se les venía encima. Los emisarios de la nueva, como de costumbre, fueron los cuatro o cinco chavales que les hacían de heraldos correos y de correveidiles, los cuales, solícitos e ilusionados como niños pero ya pecuniarios como adultos, crematísticos por siempre, iban de aquí para allá montados en sus bicicletas de latón y transmigraban, entre los señoritos, variopintos mensajes y comunicados que hacían alusión a cuestiones de corruptelas y de amoríos y, como en este caso, de fiestón asegurado y dineritos fáciles; hirsutos todavía, estos niños pasarían en pocos años, connaturalmente, a engrosar las filas de las mafias patronales y en su rito de iniciación recibirían una cachiporra con puntillas claveteadas; pero por ahora, cumplidos apenas las doce, los trece, desarrollaban esta más soterrada pero no menos importante tarea de repartir, con asepsia y modernísima efectividad -con la efectividad que lo sería luego de la fibra óptica-, todas aquellas misivas, disposiciones, advertencias y amenazas que los señores quisieran entre sí transmitirse. Trajinaban los muchachos desde los sofás de aquel puticlub en el que comenzó todo a las mansiones de los otros señores, desde los paseos de Chamartín a los casinos del vermú y del solazarse, desde el Parlamento a la sede de la patronal y desde la sede de la patronal al Parlamento. Así que muy pronto, y con un buen hacer nórdico que por momentos parecía estar allí de más, todos los que eran algo en la ciudad, todos los que podían jactarse de pintar algo allí dónde se movían los dineros fresquitos, las mujeres guapas y la entrante cocaína, quedaron meridianamente informados, tal y como era deseable, de los detalles del evento. Se organizaban cuando les daba la gana aquellos tan disolutos y meridionales seres, los habitantes de aquella tierra a la que Europa llegaba de refilón, tangencial y oblicua, como un otoño batido en retirada; se organizaban aquellos que parecían desconocer la utilidad última y exacta de los relojes pero que allí, en aquel trance al que la historia los llamaba, dejaban claro que sabían hacerlo, aunque solamente fuese por el interés. De ello se desprendía, por tanto, que no lo hicieran las más de las veces simplemente porque no quisieran, por pasota indolencia, o quizás acaso porque les resultase demasiado fino o demasiado complejo, una cosa propio de petimetres y de gentes leídas y enfermas de dios sabrá qué disolventes pasquines. No lo hicieran, en suma, por que les resultase algo demasiado francés, algo europeo relacionado con el amaneramiento y con la contención de lo primario y con la falta de higuiene, con la hidra del protestantismo que, a pesar de haber sido en su día felizmente detenida extramuros de la patria, había sin embargo arraigado brevemente entre algunos vecinos, malos españoles, de Valladolid y Sevilla.

No tenían el coño para ruidos y no esperaban a nadie los señoritos pues sabían que la historia no tiene esquinas. En el epítome de sus cortas o largas entenderas pensaban, no exentos de razón tal vez, que la vida era para gente lista, para los que hubiesen entendido que esto, la carrera de ratas, no iba a parar jamás, ni aunque desaparecieran en un chas todas las armas y todos los billetes del mundo, y ni aunque, siquiera, se produjese un barroco rompimiento del cielo que a todos adventara y se nos apareciese, allá arriba, entre nubes blanquinas y luminarias fulgentes, el Padre diciéndonos: tranquilos, muchachos, que no es para tanto, relajaos y amad a los otros en cualesquiera esquinas, y no temáis el morir, pues habéis de saber que vosotros sois los ríos y yo el mar. Pero esto no iba a ocurrir, pues denitivamente había pasado el tiempo de los milagros que trasmutaban, radicalmente, de un tajo y para siempre, las almas inmortales y los cuerpos perecederos de los seres humanos. La traslación y la rotación seguían a su ritmo, y nunca iban a parar, y la historia era el desfiladero continuo por el que despeñaban las cosas y las ideas. Y esto lo sabían los señoritos, vamos si lo sabían, y por ello solo adoraban a ese dios de reconocible aspecto y de amor celoso que en su mano de Pantocrator mostraba una moneda de las de a peseta, de Alfonso XIII a más señas. Se ponían de acuerdo los dueños de las ganaderías con aquellos que tenían contactos en el África y que afirmaban, taxativos, como si hablasen de conejos, de ovejas, que podían conseguir en un mes, en diez días si se apretaba la cosa, un elefante, un elefante, cualquier buen elefante, uno bueno que aguantase el envite. Se hacían casi carantoñas, los muy salidos, y sólo les hubiera faltado pasarse, insunuantes, sutilmente erotizados, enfermos, un fajo de billetes por los labios tal y como si dijeran pónmelo en la boquita. Era, probablemente, lo más cercano al puro amor que habían de encontrarse jamás, aunque la mayoría de ellos, prohombres con dichas vidas satisfactorias, vivirían mucho y bien y morirían muy entrados en su vejez, en mullidas camas y guarnecidos en torno a los mejores doctores y casi bajo palio y cercados de su mujer y de sus hijos e hermanos e criados a los que no dejaba, y en esto mentía Jorge Manrique, harto consuelo su memoria. Tenían solamente un problema que les enturbiase el subidón, una cuestión de nada, poca cosa. Juzgaban que un toro jamás se podrían enfrentar con cierta solvencia a un elefante adulto. Necesitaban por tanto una cría.