Capítulo 1: La carne. O de cómo trabajar es siempre mejor que aburrirse - II


Hacía ya noventa años que se esforzaran en algo colectivo los habitantes del país, esa gelatina viscosa, infame a veces, a veces excelsa pero siempre violenta y verídica, que afeaba abiertos bulevares de domingo y que se pegaba los lunes a los muros de las fábricas, que parecía salir inquietante de los imbornales del alcantarillado y desbordarse por las ventanas de sus propios bohíos de uralita, tal y como si cada amanecer fueran lanzados al mundo por una Eva multípara y proletaria. Fue esa última ocasión para expulsar noblemente del solar patrio al invasor francés, que traía sus fusiles envueltos en páginas de la enciclopedia de Diderot y D´Alambert y que nos había de trocar la inquietante Inquisición y el más inquietante barroco en incomprendidas ciudadanías y en otras modernuras para las que ni siquiera teníamos nombre pero que en Bailén y en otras históricas plazas sufrió la conjunta ira de la masa patriota, tan brava de por sí como necesitada de la ayuda, gratis nunca, del duque de Wellington y de la Albión entera. Desde esa fecha del ya lejano año de 1808, notable en verdad aunque reinventada por los que vinimos después, habían pasado noventa años exactos y más de tres enteras generaciones de españoles, si no cuatro o cinco, un tiempo más que suficiente como para que el habitante medio peninsular, adscrito por intangibles fuerzas al más menguado terruño que en mala suerte y de por vida le tocase, olvidara su memoria histórica, si es que ciertamente la tuvo alguna vez, si es que alguna vez la hubo en alguna país, en alguna parte. Desde entonces, España (constructo ni más ni menos que otros, entrañable paja mental, pérdida de tiempo y de energías, plato vacío al final de la jornada y mentira desnuda y consabida al final del camino) se había asesinado a sí misma en tres conflictos civiles que habían enfrentado a monárquicos light contra monárquicos hard y que sin embargo, a pesar de lo cruento, a pesar de lo ideal que resultaba, no habían conseguido que todos ellos, los unos y los otros (los modernos engolados que miraban con vergonzante complejo de paleto a la urbe Europa, a la naciente Alemania, a la renacida Italia, pero también los montaraces del trabuco que un siglo después seguirían gritando sus rabietas en los húmedos escarpes navarros de Montejurra) acabasen enterrados malamente en los millones de cunetas que esperarían, prestas por siempre, el momento máximo, el orgasmo histórico, el subidón holístico, de ser colmadas con la carne del prójimo, con los huesos, con las vísceras, con la puta banderita y el alma bendita del otro. A pesar de lo calentito de la situación, este cainismo, todo hay que decirlo y que salga el sol por Antequera, no era nada todavía si se lo compara con lo que vendría en los últimos veinte o treinta años de la vigésima centuria y en la vigésimo primera, cuando llegase el tiempo del todos contra todos, cuando los que bajaban del Pirineo o del Cantábrico se afrontarían a los mediterráneos y viceversa, cuando los de los piélagos despreciasen a los leoneses y al revés.

Todos, pirenaicos y mediterráneos, leoneses e insulares, ahorcaban galgos cuando quiera que no encontrasen otra manera de asesinar su tiempo miserable, de prórroga eterna, y en sus patios traseros montaban combates de gallos, a cuyas patas ataban ferrosos espolones, y también de ratas y de hurones, a los que pegaban y mataban de hambre los días previos a las peleas, para que los bichos salgan calentitos... que es que salen que le pegan bocados a las piedras. Disecaban ginetas, con cuyos pellejos rellenos de serrín adornaban sus humildes salones, pues esa era la moda de entonces, llana y sencilla y campestre aún en mitad de las urbes, y todos, allí donde sesenta o setenta años después pondrían una televisión cacareante e invasiva, colocaban por entonces un pequeñito y colorido y mudo gallo de esparto muy recio, de esos que, maravillando a los niños y todavía a algún adulto, cambiaban de color según la temperatura de los días y que los cosarios y primitivos extraperlistas traían desde el vecino lusitano. Se sacaban las muelas en las barberías, el que la pillara, y, con más frecuencia de la que después se reconociera en las tabernas, los muchachos venían a descubrir sus propias incipientes turgencias con las yeguas, en los frescos muladares, o con las cabras mientras guardaban el rebaño, entre los riscos. Practicaban cochambrosos abortos, comían crudas las crestas de los gallos por considerarlas revitalizantes de la hombría, marcaban con monedas candentes a sus vástagos y sacaban tenias por la boca hartando al infectado de sal y vinagre y negándole después el líquido elemento, pero colocándole delante un tacho lleno de agua que obligase a la sedienta lombriz plana a trepar vísceras arriba y emerger por la boca, allí donde, apenas asomase la puntita de la primera placa del bicho, alguien debía agarrarlo raudo y tirar hacia afuera. Todo lo venían a curar con cataplasmas y con sanguijuelas, encendiendo velitas de mariposa, elevando rezos a San Antonio el día 13 de junio. Temían a las tormentas que galvanizaban su cielo, se quemaban las verrugas con cigarrillos o con el pedernal directamente, enfermaban de tercianas y cuartanas, lo que llamaban un tabardillo, y del frío cogían sabañones en las manos y detrás de las orejas, y se pegaban los males de ojo con la misma mecánica facilidad con la que se los sanaban. Por supuesto fumaba todo dios, la práctica totalidad de los hombres -y el que no lo hiciera era, al acto, tachado de maricón- y ya empezaban a hacerlo también muchas mujeres de las clases urbanas, aunque ellas lo hicieran todavía furtivas y en la intimidad, sustrayendo los cigarritos a sus maridos mientras éstos se echaban la siesta, pues dónde iban ellas a comprar tabaco. Fumaban los jovenzuelos -de tan jóvenes, niños prácticamente-, mozalbetes a los que apenas una sombra les perlaba el bigote, y fumaban los ancianos mientras esperaban su momento y fumaban mientras recibían una extrema unición mecánica y formularia, y hasta en su propio entierro fumaban, y lo hacían mientras iban camino del camposanto y mientras el enterrador les levantaba la lápida que los había de segregar de los vivos, para siempre ya. La gente no vivía lo suficiente como para tener tiempo de enloquecer, y de todas maneras, aunque se viviera lo suficiente como para contarlo, los dolores físicos, la precariedad, la violencia, el hambre, el comezón de la piojera, no dejaban mucho espacio a los males del alma y de la psique. El cine había sido inventado apenas tres años atrás, y lógicamente sólo unos pocos privilegiados en París, en Barcelona si me apuras, habían visto, aterrados, al tren venírseles encima y a Meliès sostenerse en la mano la propia cabeza deslumbrante. El fútbol no era todavía lo que sería en breve, cuando se cambiase apenas la centuria, y faltaban todavía más de setenta años -de por medio otra guerra civil, ésta verdaderamente cainita, y una dictadura mantenida y auspiciada por mediocres hombrecillos de manos regordetas que trabajarían de pasantes, de notarios- para que se instalase en los salones de todas las casas de la nación aperreada una opiácea caja negra, voz de su amo, máquinaria que transformaría todo lo bueno, el futuro, lo real, lo recio, en algo de plástico con lo que cualquier empecinado hijo del rencor desfogaría mucho y bien, dormiría mejor y se levantaría recargado y casi feliz, ahistórico, a las seis y veinte de la mañana de la productiva jornada siguiente. Comían tagarninas y majoletos, alcaparrones, pipas de girasol, palmitos, espárragos, caracoles, perros, gatos, ranas y todos los pajarillos que se les prendieran de las redes que, en las tardes de frío sin Benemérita a la vista, ellos colocaban entre dos olivos acebuches. Los más pobres de entre ellos bebían directamente de entre los charcos, de aguas infectas de sanguijuelas, como perros de los cortijos.

No había entonces internet y las masas se las apañaban como podían para divertirse, para achicharrar el tiempo que por ventura se les ofreciera todavía: apedreaban gatos, pegaban pateaban las latas con desgana, vigilaban gratis a sus vecinos y, en los atardeceres del verano rendido ya de a poco al otoño, con las siegas, elevaban piras y danzaban ebrios en torno a ellas, como asalvajados paganos que jamás conocieran la Palabra. Los hombres menguaban sus jornales pírricos en las timbas de julepe y de mus que proliferaban en las trastiendas de los bares, y había quién directamente y con alevosía -con las mandíbulas apretadas de los alucinados de los grabados de Goya- se pulía los cuatro ahorrillos mal contados que entre su mujer y sus hijos y él mismo hubieran podido rejuntar a base de apretarse el cinturón y de pasarse toda una vida, o varias, sacando carbón de vetustas minas y enfermando de silicosis y de gas grisú. O colgados de los andamios, disputando el espacio vital a las cigüeñas. O en la mar, a merced de Poseidón, mecidos en su capricho y rezando a Santa Bárbara bendita para que les conjugase las tormentas y los fuegos de San Telmo que les desnortaban todas las brújulas. Las mujeres, de su parte, quedaban encerradas en la frescura de las casas tejiendo inventos, recosiendo rumores hasta que éstos se iban de a poco materializando entre los mostradores de las mercerías, en las colas del mercadillo y en los pilones dónde restañaban la mierda pegada a las ropas, si no lo creo no lo veo, si no me lo creo yo primero la verdad es que no termino de verlo, y todavía, alumbrándose la vigésima centuria casi, fabricaban pócimas y bebedizos que sabrían a perros muertos pero que ellas disimulaban mezclándolos en el vino o en la leche, o añadiéndoles miel si la hubiere. Los viejos, sedentes en las plazas, manos en bastón como deidades egipcias, observaban hieráticos las turbas de los muchachos envalentonados que, descreídos todavía del dolor y la muerte, se movían por allí como enjambres de insectillos pero que en puridad, asesinada su imaginación, no podían hacer otra cosa que remedar en sus juegos las cosas malditas de los adultos, y por ello, a la salida de la escuela o del taller, en todos los descampados anexos y en cada plaza con su fuente, conformaban harapientos ejércitos de hasta cincuenta soldados que a pedradas, limpiamente, solucionaban sus niñerías entre barrios. Desoían a unos maestros que les repetían el mantra, Europa, Europa, Europa, y ellos, como ladrillos ante poemas, se repetían en un zumbido de mosca cuidado que viene el perro, cave canen. Reproducían -y se daban perfecta cuenta de ello y no es que les gustase especialmente pero es lo que había- las guerras civiles, los trasuntos del odio y de la sangre tras los que ocuntábanse, o eso es al menos lo que hubieran querido, sus adultos, los tutores, los policías, los sacerdotes, todos aquellos que diríase se habían ganado el derecho y la exclusividad de llevar pantalón largo, o sotana, y sombrero quien lo tuviera y hasta bastón rematado en borla de plata.

Apenas existía en el país algún zoológico que expusiese el pellejo de cuatro tísicos y magros leones, y el circo se juzgaba ya por entonces solo para los cándidos, para niños y botarates, para gentes simples y antiguas que se embobasen con la primera chuminada que se les agitara delante de los acuosos ojos bovinos que parecía traer el poco trasiego de diferentes sangres. Eran pues generalmente repudiados los circenses, tanto en provincias como en la capital pero con mayor virulencia e inquina en las primeras; eran nunca bien recibidos ni los titiriteros con sus muñecajos de tela y ni los santimbanquis con sus cabriolas de infarto ni mucho menos los magos ilusionistas con sus nefastos trucos que algunos, sin embargo, consideraban poco menos que ciencia nigromante, cosas de la ciencia espírita. Sin embargo, el groso del odio era casi siempre reservado a los payasos, que, grotescos, pintarrajeados y luminiscentes, con sus florecillas con truco, congelaban en rictus cadavérico la inicial sonrisa de las gentes, pues con sus bromas inocentes, pueriles hasta decir basta, resultaban constantemente advertidos los habitantes de aquel país de la ilusión gastada, de lo que había sido y se había perdido, de lo que pudo haber sido y no fue. Para colmo de males, se habían recientemente prohibido en todo el territorio nacional, excepto en las ultramarinas colonias, los públicos ajusticiamientos de maleantes de toda ralea y condición, espectáculos que en otra época que ya pasaba (que se agostaba ya y cedía su fuerza, la del dios Marte, a una nueva era, otro siglo, otra pesadilla más atroz si cabe) habían en su día resultado, ciertamente, tan aleccionadores como divertidos, tan lúdicos como didácticos, sinónimos que sin duda lo eran de domingo y de paseo por las avenidas, de cafés y de cañitas frescas con platito de aceitunas en las tascas, de interludios para ver a las muchachas y pretenderlas medio en broma medio en serio.

Así que, asfixiado en un enorme bostezo -la letanía de los simples- que en las siestas de la canícula se podía escuchar desde Cartagena a La Coruña y desde Gerona a Cádiz, y asesinado de puro hastío por un Estado que hacía del aburrimiento su bandera última y su principal cruzada, su esencia y propaganda, el pueblo, esa masa viscosa que afeaba abiertos bulevares de domingo y que se pegaba los lunes a los muros de las fábricas, se divertía ya casi exclusivamente con la escenificación religiosa, con la gloriosa, excelsa, inane pantomima que habíamos heredado de los tiempos del barroco y pareciera que ya para siempre; con el puro teatro que suponían todas las procesiones de palos y todas las misas dichas y por decir, las romerías, las procesiones, los bautizos, los entierros, los triduos, las novenas, los rosarios, los Te Deum, los humildes bodorrios en los que hasta los nómadas pedigüeños, rasputines meridionales sin brillo mesmerizador en su mirada de ojos marrones, rascaban entre la parranda y el jolgorio algo de vino y unas rodajas de embutido. Y tragaban mejor las infames patrañitas las mujeres, y así las muchas eran todavía de misa y de comunión diaria, de eternas oraciones antes de dormir delante de unas velitas de mariposa, con el rosario entre los dedos y los rulos en el pelo. Sus religiosidades, obvia tal vez el decirlo por manifiesto y evidente, habían sido siempre superfluas, externas, de peineta y de mantilla los días de boato pero de poco, de muy poco más; de mohosos latinajos que en bucle repetían y que de sus bocas brotaban empobrecidos, periclitados, prácticamente muertos, pues hasta para las calladas estatuas de palo y escayola que ornamentaban muy acertadamente sus templos resultaba manifiesto que aquéllas, y mucho menos sus hombres, no sabían lo que repetían, que apenas si acaso lo sabría el señor cura y aún éste con grandes dificultades y gravosos errores léxicos y gramaticales, inventándose en gran parte, eso era seguro, un código que aparentaba manejar con soltura y sabiendo que la Palabra dada no era ni para los legos ni para él mismo siquiera, que yo ya tengo mi Dios y que ellos ya tienen sus imágenes, que por algo desde el románico son "biblia pauperum", y además que qué importa, que aquí nadie entiende nada y que nadie va a venir a rechistarme nada, eso nunca, que a mi me pelas las gambitas en los bautizos y las comuniones. Los hombres, por su parte, más prosaicos pero no por ello menos falsarios, se apostaban en las últimas bancadas de la iglesia y contenían durante media hora su costumbre de escupir en todos los suelos que pisasen. Se convertían durante esa media hora en semovientes autómatas de una película gastada a la que nadie prestaba el más mínimo caso, en doppelgängers que sin voluntad se sentaban y se levantaban a imitación de las primeras filas del garito, allí donde, lejos de ellos, ocurriría la verdadera epifanía, una rave obediente y comedida en la que sus mujeres, sus madres y hermanas, groupies de Dios, acólitas de lo superior fuese éste lo que fuese, disfrutaban cumpliendo con los diferentes momentos del vetusto show pero muy especialmente con la intercesión y con la doxología, y también con los pasajes del Apocalipsis joanino en los que el señor cura narraba, con venoso puño cerrado y la vehemencia en la mirada de un dios altomedieval y siriaco (y no alejandrino, joven e inocente), los castigos a hierro y a fuego, a pedradas, reservados a todos lo que no habían querido o no habían sabido ni contenerse en sus días mejores ni arrepentirse cuando se encontrasen ya en las medianías de la muerte impepinable. Disfrutaban ellas su mejor momento de la jornada, su subidón diario y holístico, mientras ellos, como niños que se estuvieran orinando, esperaban el ite misa est para huir de allí, para volver en gregaria estampida a las charlas de las tabernas, a colmar las escupideras en espera de un nuevo tajo. Pero todos, las unas desde el epicentro mismo de la Matriz y los otros desde sus tangencias, perímetros y externidades, se deslizaban, llevaban siglos haciéndolo, por la senda del fariseísmo. Su religiosidad, si es que cabe aplicar esta palabra a su guiñol de candilejas, era colectiva y teatral y nunca íntima o privada, y consistía más en la observación zombi y mecánica del rito que en el conocimiento, siquiera intuitivo, del mito del cual aquel surgía. Sus creencias estaban evidentemente menos relacionadas con la ética que con la estética, con un postureo que sólo adolecía ya, si es que algo le faltaba, de un facebook en el que fardar más y mejor. Y sin embargo, a pesar del boato, de lo entallado de todos los gestos y de todas las palabras, de todos los humores, ya en viernes del Señor ya en martes de Carnaval se las apañaban los habitantes de aquel país seco y crepuscular, quebrado en la raíz, maldito de siglos, para emborracharse casi siempre -ellos en las referidas mil tascas de la nación, sin asco alguno; ellas en sus gineceos, furtivas, con la mala conciencia de las malas cristianas-, y para copular dónde y cuándo buenamente se pudiera, donde le dejaran a uno, allí en todos los rincones, que todavía eran muchos en el país, a los que no llegase el gran ojo mecánico del nefando cíclope, ese que habitaba en su torre panóptico y que rara vez se concedía ni aunque fuera un breve sueño, un reseteo rapidito, el descanso que hasta los dioses y las máquinas se tomaban de vez en cuando.