Capítulo 1: La carne. O de cómo trabajar es siempre mejor que aburrirse - y III


Los extranjeros del norte, curiosos impertinentes con gafitas de montura y si me apuras con cazamariposas, de esos que habrían estudiado en las universidades de rigor, que ya antes habrían viajado a El Cairo y a Estambul y que ya por manadas empezaban entonces a visitarnos -a nosotros, los europeos de afuera, los que lo eran a pesar de sí mismos-, corroboraban en sus epístolas y en sus diarios, afectada literatura falta de verídicas conexiones con la realidad, los tópicos que ellos mismos y cualquier otro turista que se preciara, en el fondo de su yo aburridísimo, deseaba encontrar, los remanentes de confort existencial que al final de su vana ilusión, en los estribos de su desnortado peregrinaje, venía sin duda a encontrar. Omitían así, y ello sin darse prácticamente ni cuenta, las mezquindades y las cobardías, las bajezas que como en todas partes también aquí las había, y venían exclusivamente a fijarse -como si estuvieran en un zoco atiborrado hasta las carpas de mil especias diferentes y de finísimos paños traídos de una Exoeuropa aún más exótica y lejana- en lo que buenamente les interesaba, en el anecdotario literario de souvenir y postalita que sólo conseguía perlar las superficies abruptas e indómitas de la veraz historia. Se fijaban en la sangre recalentada de los bandoleros, que les pareciera fluida nunca y que manaba siempre como a borbotones; en la fresca lozanía de las mujeres jóvenes que se asomaban cantarinas a patios floridos colmados de geranios y claveles, pareciera que solamente para que un pintor enamoradizo las retratara. Centraban su miopía estos extranjeros en la pureza preindustrial, preciudadana, emanada de Trento y defensora última de todo lo que allí se dispuso, en esa idea loca, y cierta de refilón, que andando el tiempo serviría para amasar los ultramontanos cimientos de una patria inverosímil que nos nacía así, conculcada desde la cuna, cerrada sobre sí misma como la propia noche o como los recios capotes de la guardia civil. y que según la leyenda se habría mantenido incólume y -aún en desigual pugna- victoriosa hasta el momento de sus sendos enemigos la tecnificación y el progreso, los soterrados pero eternos agentes de la internacional extranjera, usurera y simoniaca y protestante pero sobre todo extranjera. Luego, en el futuro, los que vendríamos después, los que heredaríamos la tierra y la hez, los camposantos y los puestos en los tajos, leeríamos las epístolas y los diarios de estos intelectuales y viajeros del norte, entre cuyas líneas termina brotando siempre la miasma de que la existencia en la península es solo un paisaje y que los hombres y las mujeres que lo habitan, articulan y corroen actúan como minúsculos muñequitos de barro sin verdadera voluntad y a los que un niño-dios, aburrido y travieso demiurgo, hubiese dotado de una vida en eterna tensión y de unos bríos imposibles de atemperar, de unas cortas y tozudas entendederas y de una pasmosa facilidad para sacar a relucir los fierros que les dormitaban en el bolsillo. Fijaban los viajeros su miopía sentimental -ese caleidoscopio destrozado que se las apañaba para conformar la realidad- en el arrobo y el pálpito enloquecido que se supone nos determinaba en cada movimiento, ya fuese éste un pestañeo o un fraticidio, un ronquido o un navajazo, el beso o el exabrupto, el coger un escaldillo o el prender fuego a una santa iglesia. No llegaban a entender los avenates cainitas que en las calurosísimas madrugadas de la canícula nos poseían y nos transmutaban en hombres lobo ibéricos de vellosas manos y amarillentos ojos de ginebra, el Arropiero somos todos, o en vampiros carpeto-vetónicos que no temían al sol pero que sí parecían tener que dormir en sus propios terruños tal y como los vampiros de toda la vida. Gracias a Dios, que en algo debía de ayudarnos el abuelo todavía, la inmensa mayor parte de esta elevada caterva no traía aún cámaras fotográficas, por lo que casi que ni alteraban todavía la realidad con sus pocas maquinitas, y así se tenían que conformar la mayor parte de las veces con esbozar un rápido carboncillo del indígena de turno que luego, de vuelta en su país y ya en cómodos sofás de historiados salones, mostrarían con no pequeña ufanía y mayor befa del lugareño, a unos amigos de clase o unos suegros, también de clase, que resultarían tan cultos como él, todos más finos que un coral, uñas impolutas y tranquila el alma, Homero en la biblioteca pero Malthus en la cartera y nunca al revés. Fijábanse también los extranjeros en las castañuelas que nos brotaban de las mismas yemas de los dedos, como prolongaciones connaturales de nosotros mismos, como pulidas pezuñas de nácar casi transparente, en la extendida costumbre de la siesta, el hábito cavernario que parecía habíamos adquirido de los úrsidos a los que disputamos en su día el uso y disfrute de las cuevas, la dormición corta o larga que después de almorzar nuestras paellas y nuestros salmorejos, y mamados del vino tinto que más a mano nos pillase, ni en los tiempos de guerra abierta nos permitíamos omitir. Un pueblo abierto y juvenal que se perdía en las fábricas pero que se encontraba en las fiestas doquier pero también un pueblo huraño que miraba con natural recelo, de bicho que se agarra a la vida sin ni siquiera pensarlo, con duros perfiles que los del norte considerarían morunos, todo aquello que se moviera delante de sus ojos de mustélido. Solo parecían poder fijarse aquellos viajeros, al fin, en las mil chorradas que, conformadoras del supuesto volkgeist nacional, habitualmente se nos adjuditaban pero que eran, las más que las menos, totales mentiras, el subproducto resultante de mil revueltos prejuicios, ideología barata pergreñada por instruidos y educados y más que eficientes hombres del norte que en lo tocante a emociones resultaban preclaros calvinistas y que en todo lo demás destallaban como furibundos liberales, o al revés que daba igual; seres que desconocían la bondad que daba agua al peregrino en la puerta de una casucha a pesar de ser ellos mismos bragados viajeros, seres que desconocían la bonhomía que brotaba a veces en los cruces del camino y compartía unas lonchas de chacina, seres que a pesar del mundo visto y recorrido (a pesar de tener a sus pies la práctica totalidad del orbe conquistado, que como a todos los victoriosos se abría raudo de piernas, por entonces y por siempre, a golpe de fusil y cartera) se mostraban endogámicos y cerriles aldeanos, montaraces como cabras de los riscos y duros como la pared, cuando se hablase de patria. Hienas, hienas de mudables sonrisas, sonrisas llena de tensión, cuando se hablase en concreto de la suya.

Vivían los habitantes de aquel país extraño como si nada en efecto se extendiese allende el Pirineo, o como si naciese con ellos la Historia, con la conquista de Granada y el triunfo de Isabel y Fernando, con Covadonga si acaso. Vivía la mayoría asustada, como en todos los tiempos y en todos los lugares, y precisamente en eso estos terruños no se diferenciaban mucho de las tierras más septentrionales, aquellas en las que habían triunfado las herejías de Lutero y Calvino y las ideas disolventes de Spinoza y Kant y en las que sus ciudadanos, siquiera de lejos, sabían lo que era una imprenta, una vacuna, un abogado. Vivía la mayoría asustada y como ausente, a mil años luz de las emociones de los otros que a su alrededor se movían y les reclamaban amores y dineros, y de valerosos quijanos sólo les quedaban ya la mirada ida e inquieta, vidiriosa, recelosa de millones de años, triste y crepuscular y tan propia de las razas que sin remisión se agostan. Vivía la mayoría asustada y profundamente despreocupada de la suerte que pudiéramos correr nosotros, los que seríamos sus hijos en el futuro, sus vástagos esparcidos por la misma tierra, los que vendríamos después y asumiríamos la Historia como niños castigados a los que se hace tragar la sopa, boba como casi todas pero sosa como ninguna; los que heredaríamos la tierra, la hez y las flores, los camposantos y los puestos en los tajos y en los reclinatorios de iglesia, los patíbulos en los que parecía que había que coger número para que le atendieran a uno y los camposantos tan colmados y tan anexos, tan a mano de aquéllos. Los que sobre todo heredaríamos, acumularíamos, silencios sobre las guerras perdidas que, ahora lo íbamos pillando, de a poco lo íbamos pillando, nunca tuvimos posibilidad alguna de ganar; los que en los venideros días tendríamos que salir desnudos, una mano delante y otra detrás, al repetido, cruento, aburridísimo ruedo mientras nos caíamos del caballo que ni siquiera a Damasco nos llevaba y mientras nos apercibíamos de cómo era el vasto mundo, de cuán soez era el pasado, ese padrecito nuestro que desde el barro sin memoria nos daba nuestra forma última y nuestra más íntima esencia, ese algo radicalmente diferente y novísimo que nos elevaba sobre nosotros mismos y nos separaba de las inocentes bestias que venían a abrevar en los lechos de un río fresco. Veníamos a entender, con aplicación de púberes que aprenden a contar con los dedos y que ponen ojos de corderillo cuando le dicen que la c con la e no hace ké sino ze, que no salían las cuentas que aquellos más viejos que nosotros nos pretendían rendir. Entendíamos que era el pasado el fantasma maldito que arañaba nuestro presente con sus fríos dedos y que, desde las periferias del todo -también del tiempo- en las que habitábamos, nunca, nunca, nunca, por mucho empeño que en ello desgastáramos, podríamos llegar a plantar cara, con nuestros escritos de pacotilla y nuestras cándidas canciones, a la voz del hegemón que en adelante se ocuparía de nosotros y que ya en la mismísima cuna nos dijera aquellas primeras palabras, vamos, niños, corred, la vida es prisa, los últimos pierden y los listos ganan billetes y se compran cosas caras, bonitas o feas pero caras, coches, casas, más coches y más casas, todo lo que se les antoje. Vivía la mayoría asutada. Se sorprendían, si es que de algo lo hacían todavía, al descubrir que ya no distinguían el otium del negotium, el placer de la muerte.